El pulpo, el papa y el mar
Mi padre me había explicado que dentro del mar vivían millones de peces diferentes y que había bosques y montañas dentro del mar, y cuevas ... enormes que llegaban al centro de la tierra. Decía que el mar era el corazón del mundo y que cuando latía fuerte temblaba toda la tierra. Pero mi madre decía que también existía un mar tranquilo, que era el mar del verano, un mar que llegaba a las playas sin aspavientos para que la gente se bañara y se tumbara a tomar el sol. Era el mar de los baños y de los veraneos.
Un día mis padres me anunciaron que me llevarían en el tren a conocer el mar. Siento aún, como un recuerdo físico, la mano de mi padre apretando la mía. Era lo más grande que había visto jamás. Daba miedo mirarlo. Fue como si el mundo acabara de comenzar. A lo lejos, muy lejos, había una raya que separaba el cielo del mar, y mi padre me dijo que era la línea del horizonte. Parecía pintada a propósito. Me explicó que aquella línea era imaginaria, porque nunca se podía alcanzar, y que, según navegabas hacia ella, ella se iba alejando, y así, persiguiendo el horizonte, podías dar vueltas a la tierra por toda la eternidad. Así que no era una raya de verdad, y por eso la tierra era redonda y el mar no se terminaba jamás. También me decía mi padre que algunos marineros se volvían locos buscando el final del mar. Las gentes de los pueblos que tienen mar, me dijo, sueñan con mayor intensidad, por eso pasean por la playa solos y con las manos a la espalda, porque van soñando con el final del mar. Pensé que allí metida estaba toda la lluvia del mundo, todo lo que había llovido desde que se había inventado la tierra, y me entraron ganas de llorar, pero no era por la tristeza, sino por aquella emoción que sentía y por cómo me latía el corazón.
Pude oler lo salado del mar. El aire era fresco y espeso, se podía sentir en la boca. Era como si aquel aire del mar te alimentara. Estás sudando, me dijo mi padre, y nos sentamos en un banco frente al mar extraordinario hasta que se me pasara el sobrecogimiento que me había acelerado el corazón. La gente que paseaba descalza por la playa tenía el color de los periódicos al sol. Él me habló de la luna y de las mareas, y de las gaviotas, que parecían cuervos vestidos de novias.
Vimos un barco que parecía una fábrica flotando en medio del mar, porque tenía mástiles gigantes y grandes chimeneas que escupían humo blanco y negro, y lanzó aquel barco varios bocinazos que espantaron a las gaviotas. Aquel día me sentí sacudido por una angustia feliz.
Mi madre se volvía más joven al lado del mar. Estaba hermosa y joven con aquellos vestidos de flores, el pelo suelto y la pamela con lazo que le había comprado mi padre en una feria de novedades. Una noche mi padre se puso corbata y la llevó a bailar.
A mi padre le gustaba perderse entre las rocas con un guante y un gancho de hierro en busca de pulpos. Metía el gancho en los agujeros y, cuando sentía que los brazos del animal abrazaban el gancho, tiraba con fuerza. Él decía que el pulpo era el animal más antiguo de la tierra y que era el más sensible, porque tenía tres corazones y cientos de oídos repartidos por los brazos. Recuerdo que volvíamos con un pulpo metido en un caldero y de pronto las campanas de todas las iglesias comenzaron a repicar. Se había muerto el papa. Mi padre me habló de aquel papa bueno que se asomaba a la ventana para pedirle al jardinero que saltara hasta sus aposentos para no tener que comer en soledad. Pesa por lo menos dos kilos, anunció orgulloso mi padre para impresionar a mi madre y ella le dijo, eres el mejor pescador de pulpos de la tierra. Siempre que pienso en aquel papa bueno lo veo compartiendo una buena ración de pulpo con su amigo el jardinero.
Así que guardo al papa, al pulpo y al mar en el mismo estante de la memoria.
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