No vi la boda de Cayetano Martínez de Irujo con Bárbara Mirjan porque estaba a otras cosas más importantes, como irme a comer con los ... amigos. Y porque Cayetano da mucha pereza, que también: dentro del rancio abolengo, el duque de Arjona es el más rancio de todos, tanto como la galleta que te encuentras olvidada en el fondo de la caja a la vuelta de vacaciones.
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El flamante esposo, en cambio, no se ve así, que se cree tan mozuelo como para casarse con una mujer treinta y tres años menor. Qué autoestima, chico. Y qué modales, que salió de la boda enfrentándose a los periodistas con esa chulería propia de quien mira a los demás por encima del hombro, ese que volvía a estar coronado con unas charreteras plateadas: Cayetano, que no tiene qué ponerse, repitió rito y traje al casarse con el mismo uniforme de maestrante de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla que ya había lucido en su enlace con Genoveva Casanova. Y yo dejándome los cuartos para no repetir modelo en una boda que tengo el sábado.
Cayetano de cayetanos, se considera el «heredero moral» de su madre a pesar de haberla puesto a caer de un burro en sus memorias de pobre niño rico, e intenta emularla haciéndose el campechano cuando le conviene (el día de la boda, como la mayoría, no le convino). Pero el rostro es el espejo del alma y, en cuanto baja la guardia, al ex jinete se le pone esa cara de pensar qué horror, cuánta vulgaridad.
Posiblemente, la difunta Cayetana pensaría algo parecido, pero lo disimulaba mejor bailando sevillanas, vistiéndose de hippy en Ibiza, juntándose con el populacho y dejándose los rizos sueltos. Cayetana, como escuché una vez, no era la duquesa del pueblo, sino del público. Su hijo no es ni lo uno ni lo otro.
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