Las cosas que nos ayudaron a aguantar
Se cumple un año de un confinamiento en el que los asturianos tuvieron que aprender a vivir encerrados en su casa. EL COMERCIO recuerda junto a ellos cómo lo consiguieron
AZAHARA VILLACORTA
Domingo, 14 de marzo 2021, 02:13
Hoy se cumple un año desde que el Gobierno presidido por Pedro Sánchez decretase el estado de alarma. Una decisión a la que seguirían 48 días de estricto confinamiento domiciliario para los asturianos. Hasta que el 2 de mayo de 2020, a las seis en punto de la mañana, sin poder aguardar ni un minuto más, un tropel de deportistas empezaron de nuevo a tomar las calles de la región, poniendo fin al encierro.
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Aquel día, Asturias se internaba en la desescalada con imágenes de aglomeraciones en el Muro de la gijonesa playa de San Lorenzo, el Parque de Invierno en Oviedo y el de Ferrera en Avilés, pero también con la congoja y el temor instalados todavía en buena parte de los hogares. Un sábado en el que el Ministerio de Transportes estimó que un 55% de los asturianos optó por quedarse en casa pese a que todos disponían de un tramo horario para salir, porque aquellos 48 días habían cambiado sus vidas, su percepción del mundo.
Para la mayoría fueron días eternos con sus noches -para algunos, demasiadas en vela- en los que todo comenzó a llenarse de objetos que hasta entonces apenas se prodigaban. Geles hidroalcohólicos, guantes, mascarillas... Pero también las ventanas ofrecían dibujos arcoíris y mensajes de esperanza, al tiempo que papel higiénico, levadura y harina se volatilizaban de las estanterías de los supermercados.
En la época del 'boom' de las redes sociales, mucha gente volvió al folio y los lápices para comunicarse, pero también encontró refugio en otros objetos cotidianos que durante aquellas jornadas adquirieron un valor especial, emocional o funcional.
De los utensilios para cocinar -porque fueron muchos los que aprovecharon todo aquel periplo ignoto para ponerse el mandil y sacar al chef que llevaban dentro- hasta los aparatos para mantenerse en forma desde el salón o pasillo arriba pasillo abajo. Y la prueba fue que bicicletas estáticas, mancuernas y cintas de correr registraban listas de espera en las tiendas de deporte.
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Hubo quien rescató viejas aficiones como la filatelia y quien se refugió en la música, de la gaita al canto o el acordeón. La misma que se escuchaba desde los balcones con vecinos transformados en improvisados DJs que pinchaban a todo trapo el 'Resistiré' o el 'Asturias' de Víctor Manuel que antes cerraba las romerías como una llamada a la lucha colectiva y la resiliencia. Quien se pasó las horas colgado a una pantalla (el confinamiento hizo aumentar la utilización de dispositivos digitales hasta sobrepasar las nueve horas y cuarto de uso diario de media, según un estudio de la Universidad de Navarra), indispensables también para las tareas escolares, quien optó por mirar hacia dentro a través del yoga y la meditación y quien se dedicó a soñar con volver a caleyar. Y quién no.
«Va a reconocer a sus abuelos con mascarilla, no los ha visto sin ella»
Sin saberlo el confinamiento iba a marcar la vida de Lara Riestra Menéndez, que por aquel entonces todavía se gestaba en la barriga de su madre María (37). «Va a reconocer a sus abuelos con mascarilla porque no los ha visto sin ella», explica su padre, Juan (37). Lo que peor llevan los orgullosos progenitores primerizos es precisamente no poder compartir como quisieran la alegría de haber tenido a su primera hija. Lara sin embargo, aseguran, pasa tiempo con su madre en el hogar y «se entretiene con poco». Le ha cogido cariño a un sonajero blandito con un conejo en lo alto, que se ha convertido en su objeto más preciado. «Ahora empieza a fijarse en las cosas», explican.
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Lo cierto, admiten en casa, es que el embarazo «cuadró bien». «De estar trabajando diez o doce horas al día pasé a quedarme en casa todo el tiempo», recuerda María de aquellos meses. Pasó el rato enganchada a las plataformas de series y películas. «Fue un año tranquilo para tener un hijo porque fue muy de casa y familia», considera la pareja desde su luminoso salón de Pola de Siero, donde llegaron a montar «un rinconcito 'chill out'» a la espera de que llegase Lara. «Estuve feliz», asegura su madre mientras acuna a la pequeña. No le falta cariño. Por videollamadas, visitas a ventana abierta y pequeñas reuniones a pie de calle, el afecto de sus familiares se amolda a las circunstancias. Queda ver qué pasará cuando pueda ver, por primera vez, la sonrisa de sus abuelos.
«Te das cuenta de que, a veces, estamos poco con nuestros hijos»
Sonia Arias Barbón no tiene nada que ver con el presidente del Principado, que ella sepa. «Quizá nuestros abuelos sean familia, porque hay pocos Barbón y los míos también son de Laviana», explica por delante esta administrativa gijonesa. Pero, si tiene que pronunciarse sobre las difíciles decisiones tomadas en los últimos meses por el jefe del Ejecutivo autonómico, es muy clara:«Alguien tiene que tomarlas, por muy duras que sean. Y, visto lo visto y algunos comportamientos, no quedaba más remedio».
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Como miles de familias, Sonia y su marido, Miguel Rodríguez (protésico), tuvieron que ingeniárselas para afrontar el confinamiento con sus hijas:Paula (13 años)e Inés (que acaba de cumplir 10), dos niñas «caseras y tranquilas» que lo pusieron todo de su parte para que aquello no se hiciese todavía más duro. Y, aunque Sonia cuenta que hicieron «de todo» («desde galletas a ponerlas a contar coches por la ventana, para que tomasen el aire»), no puede dejar de reconocer que los superpoderes de las pantallas pueden con todo:«La tablet, por ejemplo, las ayudaba a mantener contacto con sus compañeros, porque chatean a través de la misma aplicación que utilizan para los deberes». Yen esa categoría entra también la tele, que se convirtió en un reflejo de lo desamparados que estuvimos:«Al principio, las niñas nos pedían que viésemos las series con ellas. Era como si nos necesitasen. Y eso nos hizo darnos cuenta de que, a veces, estamos poco tiempo con nuestros hijos».
«Sin la 'Play', las tardes habrían sido más aburridas»
Beni (Bernardo) Bastida llegó a jugar hasta seis horas diarias a la Play-Station durante el confinamiento, cree que sin ella «las tardes habrían sido un poco más aburridas», pero lo que de verdad echaría de menos ante un hipotético segundo encierro sería hacer deporte. La experiencia le ha servido para valorar en perspectiva lo vivido y plantear, con una madurez sorprendente a sus catorce años, que «no vería mal una cuarentena, pero si nos quitaran de hacer deporte, me volvería loco», confiesa el futbolista del Llaranes, apasionado también por el ciclismo de montaña. Su rutina diaria, tras conectarse 'online' a las cases, consistía en muchas horas de Play-Station a medias con su hermano y el visionado nocturno de una película en familia. Entremedias, muchos retos virales y con su equipo de fútbol. «Di muchos toques a los rollos de papel higiénico simulando que eran balones de fútbol», confiesa.
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No cree, como han alertado los psicológos, que «haya perdido nada de mi vida y tampoco veo que ninguno de mis amigos esté afectado» por los tres meses de encierro y el resto de restricciones, aunque sí echa de menos las clases presenciales en el Instituto de la Luz, de Avilés, en el que estudia 3º de ESO. No solo le gusta estar con sus compañeros, sino que «el estudio se resiente un poco más. Un día voy y otro no. No es lo mismo. Con las explicaciones en clase, me queda todo a la primera y lo tengo mucho más fresco para el examen», afirma.
«La gaita fue mi vía de escape, mi distracción en el encierro»
Nel Cortizo toca la gaita con soltura. Este chaval de trece años recibe clases en la escuela de la banda el Gumial en Caborana, en el concejo de Aller. Su profesor, Diego Lobo Tuñón, lo observa con atención. «Ha mejorado muchísimo desde el confinamiento; se ve que practicó un montón. De hecho, ya ha pasado a formar parte de la agrupación principal».
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No obstante, el propio aludido explicaba que no ha podido actuar en muchas ocasiones. «Por la pandemia y sus restricciones», señalaba. Y es que la crisis sanitaria afectó -y lo sigue haciendo- en todos los aspectos a los jóvenes de su edad. «¿Los estudios? Bien, voy tirando con ochos y nueves», dice con total naturalidad. Ahora cursa segundo de Secundaria. Asegura que pudo seguir estudiando más o menos bien el curso pasado. «Los profesores se esforzaron mucho y se volcaron en ayudarnos, nos enviaban tareas y nos apoyábamos entre los compañeros cuando teníamos dudas». Las videollamadas fueron fundamentales para mantener cierta relación social con los amigos. «Estábamos juntos, no era lo mismo, pero bueno; nos cambió la vida mucho, ahora algo ha mejorado, pero sigue sin ser igual que antes, no es lo que queremos».
Cortizo reside en el pueblo de Serrapio, cerca de Cabañaquinta, con sus padres, una abuela y sus dos hermanos. Fue allí donde cogió la gaita y no la soltó. «En esa época, poco teníamos que hacer y me centré en este instrumento. Es algo que me gusta y era una especie de distracción durante el encierro, una vía de escape. Y me motivé, porque vi que mi esfuerzo tenía sus frutos, y seguí».
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Este joven empezó con el instrumento hace unos siete años. «Pero no aprendí mucho porque entonces no me gustaba. Pero Diego -el profesor- acudió un día a tocar a la casa rural de mi familia y me convenció, ¡que tiene una labia!».
La gaita fue su evasión, pero no fue la única. Nel Cortizo admite que también, durante ese duro periodo, 'entrenaba' los dedos con el mando de la 'Play'; «y los estudios, claro, y muy importantes fueron las videollamadas». Ahora, asegura, tiene un objetivo claro con la gaita: acudir a concursos y «ser el mejor».
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«Cantar era una forma de ver algo de esperanza durante la cuarentena»
La pandemia enseñó a muchos a disfrutar de cada momento; pero, a otros tantos, como a Irene de Caso, no les dejó siquiera esa lección, porque ella ya llevaba toda la vida valorando lo que tenía. Esta gijonesa sabía -y sabe- disfrutar de cada plan, por sencillo que sea, así que encerrarse durante meses en casa solo le dejó una cuenta atrás que, cada quince días, se alargaba.
«No era solo no salir a la calle, es que los días habían perdido la vida social, el aliciente» para la gente que hace de cualquier cita refugio y verbena. «La normalidad siempre me pareció excepcional porque en ella tenía a mis amigos y la rutina de ver a mis abuelas».
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Menos mal que Irene tuvo la música para salvar los días de tanta monotonía. «Pude dedicar más tiempo a una afición para la que antes no tenía hueco», explica. Y lo hizo compartiendo sus vídeos, micrófono en mano, con temas de Frank Sinatra a J. Balvin. «Al enseñar algo que te gusta, te sientes más cerca de la gente, le abres una ventana a tus rutinas». Así que fueron muchas, muchísimas, las canciones que hicieron de bálsamo y que dejaron buenos recuerdos en los momentos tristes. «Cantar era ver algo de esperanza».
Sus temas todavía suenan de vez en cuando y, aunque ya no le da tanto uso al micrófono, siempre que lo ve le vuelven a la cabeza las melodías de Quique González, de Guitarricadelafuente, de Radiohead y de todos los que sonaron cuando las calles estaban en silencio.
«Programé rutas para descubrir Langreo y Asturias una vez libres»
Cerca del casa, por la costa, con cascada, sencillas, complicadas... el ordenador de Javier Fernández comenzó a sumar rutas pendientes de descubrir al mismo tiempo que se sumaban los días sin salir de casa. La pandemia le descubrió una nueva afición que hoy mantiene: «Programé rutas senderistas que me ayudasen a descubrir y conocer mejor Langreo en particular y Asturias en general una vez que nos dejasen salir de casa». Así, las horas delante del ordenador de este experto en marketing internacional iban pasando e hicieron más llevaderas las largas jornadas dentro de su piso de Sama. Una vía de escape con la que acumuló itinerarios, fotografías, nuevos concejos: «La ilusión era salir de casa y visitar esos espacios». Y, una vez que Fernández tuvo acumuladas un gran número de rutas, la pantalla de su ordenador cambió y comenzó a actualizar su ropa y su calzado deportivo comprando 'online'. Todo quedo listo para el fin del confinamiento: «Comencé a caminar por Asturias y en eso estoy».
«Vivir en una casa con jardín hizo más ameno el confinamiento»
Para familias como la de Ángela Álvarez el confinamiento cayó como «un jarro de agua fría». Con una hija de siete años, esta luanquina tuvo que echar mano de sus conocimientos de informática para poder seguir al día las clases 'online'. «Fue complicado porque me cuesta mucho aclararme, incluso a día de hoy. Estar al día de los deberes, de las reuniones, imprimir fichas... Fue un caos», reconoce. Pero el ordenador se convirtió también en una «vía de escape» para mantener el contacto con sus seres queridos y «hacer videollamadas con los primos». Su familia se había incrementado justo unos días antes del estado de alarma con la llegada de un nuevo miembro: 'Caco'. «Por suerte, vivimos en una casa con jardín y se nos hizo más ameno. La cría jugaba mucho fuera con el perro, podía correr y tomar aire fresco. Aunque fue difícil, al final los niños necesitan mucha actividad y no suelen parar quietos», reconoce Álvarez, quien espera no tener que vivir un segundo encierro.
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«El yoga te ayuda a conectar contigo y a desconectar del exterior»
«Cuando todo a tu alrededor son estímulos negativos, acabas deprimida. Es una marea que te arrastra». Así que, ante el crudo horizonte de hace un año, «lleno de incertidumbres y de miedo», casi «surrealista», María Fueyo (mierense, 51 años) eligió mirarse dentro y buscar allí la calma que necesitaba, su particular «om». Y, en su caso, tenía muy claro cómo hacerlo, porque María (que regenta Alma Orgánica, una tienda de productos ecológicos en el barrio ovetense de El Milán) lleva practicando yoga desde que su madre -una yogui pionera- la acercó a él. Una disciplina milenaria que «es mucho más que un deporte, como piensan algunos. Es algo que te ayuda a conectar contigo y a desconectar del exterior». Un remanso de paz en el fragor de la pandemia que ella solía practicar junto a su maestro, Tomás Zorzo, pero que, durante el encierro, fue el comienzo de sus días junto a su pareja: «Lo hacíamos durante una hora o una y media y ya encarábamos el día de otra manera».
«Sin fútbol, sin nietos y sin una cerveza con los amigos, lo llevé fatal»
«Fatal» es la palabra que pronuncia Emilio 'Milli' Martínez si alguien le mienta el confinamiento. Este bancario jubilado, 66 años, estaba acostumbrado a pasarse «tres días a la semana con los guajes» del Real Oviedo Cadete B, del que es delegado. A quedar a «tomar una cerveza con los amigos». A disfrutar de sus nietos, Pietro y Simona, cuando planeaba una escapada junto a su mujer para ver a sus dos hijas, que viven en Madrid. Así que, cuando todo eso quedó interrumpido, no le quedó otra que volcarse en sus gatos, 'Isidoro' y 'Puk', en «alimentar a los gorriones en el balcón» y en recuperar un viejo idilio en su casa del Oviedo Antiguo: los sellos. Centenares de ellos, que comenzó a coleccionar cuando entró de botones en el banco y «había mucha correspondencia». Y a eso se aferró: a preparar y catalogar esas piezas en las que «hay bastantes del franquismo. Así que del 'cabezón' tengo muchos. Si los sumásemos en pesetas, darían para comprar cuatro pazos de Meirás. Y del emérito, también».
«El acordeón me salvó la vida porque se me caía la casa encima»
«Soy nerviosón y bastante hipocondriaco», confiesa Oliverio Viejo. Así que esos dos rasgos de este profesor de Física y Química y Matemáticas jubilado (trabajó un cuarto de siglo en las Escuelas Blancas) que acaba de cumplir 75 eran el caldo de cultivo perfecto para que la ansiedad se apoderase de él durante el confinamiento. Y así fue. Porque, además, aunque Oliverio vive en un piso en Oviedo, es de esos a los que la ciudad les «agobia» y siempre que puede se escapa a cultivar la huerta que tiene en Bermiego, como «quirosano de pura cepa».
Pero, con el encierro, nada: «Me quitaron ir a la huerta y tampoco me hacía mucha gracia ir a por el pan y el periódico, porque tenía la sensación de que me iba a contagiar. Así que si no salía, malo. Y si salía, peor». Y, para terminar de rematarlo, tampoco podía asistir a sus clases en la Escuela de Acordeón Ovetense, donde da rienda suelta a su afición por «un instrumento muy socorrido» con el que ataca «cumbias, boleros, pasodobles...».
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Una situación de angustia con la que terminó su mujer, Marilés, también profesora jubilada. «Me dijo: 'Mira, guapo, coges el acordeón y te pones a tocar por la mañana y la titi te graba y, por la tarde, escuchamos las grabaciones'. Y eso que a ella no le gusta la música». Un sacrificio que tuvo su recompensa: «El acordeón me salvó la vida, porque se me caía la casa encima». ¿Y los vecinos? «Bien, porque casi no se oye. Tenemos otro vecino que toca la corneta y esa sí se oye la de Dios».
«Cuidar a diario de los animales nos ayudó a seguir estando activos»
Otilia Zaragoza Cueto, «más casera» que su marido, Pedro del Campo Bermúdez, llevó «bastante mejor» el confinamiento. «Tenía mi ruta por el pueblo con los amigos hecha para las mañanas y por las tardes no perdonaba la partida de dominó, así que me costó acostumbrarme», reconoce este llanisco de 89 años. Eso sí, apunta su mujer, de 83, «el vivir en Llames de Pría, que es un pueblo, lo hizo mucho más llevadero, porque al menos podías asomarte un poco a la puerta de casa». Eso, y «cuidar a diario del rebaño de ovejas y de las gallinas que tenemos nos ayudó a seguir activos», indican. Y buena muestra de la estrecha conexión que estos dos jubilados del campo tienen con sus animales es el ver cómo en seguida se acercan a ellos en cuanto oyen sus voces. «Venimos a darles de comer y atenderlos mínimo dos veces al día y ya echamos un buen rato, nos entretiene», explican.
Como a todos, la pandemia les cambió las rutinas y, si bien pudieron seguir viendo a sus hijos porque residen en la casa de al lado, pasaron meses sin poder hablar en persona con dos de sus nietos, quienes residen en Gijón y Nava. La televisión -«pero poca, porque te cansa en seguida»-, la lectura y la cocina -«con más postres y dulces de lo habitual», reconocen los llaniscos entre risas cómplices- llenaron el resto de las horas de encierro, ya que, reprocha con cariño Otilia a Pedro «no hubo forma de convencerle para jugar al parchís».
«Si no puedo dar el paseo me enfado, me pongo triste»
No se imaginaba Manolita Martínez que a sus 93 años viviría una pandemia. Esta vecina de Santullano, en Tineo, estaba acostumbrada a pasar los días rodeada de gente y a no privarse de charlar con los clientes que día a día hacen un alto en el camino, en su bar, La Soledad. Pero en marzo, todo se paralizó. Todos menos ella, que no dudó en aprovecharse de las ventajas de vivir en un pueblo tranquilo. «Los dos primeros meses de la pandemia paseaba por el camino de la concentración parcelaria, porque no había nadie. Eso sí, iba con mi mascarilla. Eso de todas, todas», confesó. Y, como si fuese un acto reflejo, echó la mano al bolso de la cazadora.
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«Llevo una mascarilla de repuesto, por si acaso», cuenta, tras criticar a quienes no se toman en serio el coronavirus y no respetan las normas. Ya recibió la primera dosis de la vacuna. «Fueron muy majos. No noté nada. Creo que la segunda dosis hace más efecto, pero es igual. A mi me fue la mar de bien», afirma.
Nada más que se suavizaron las restricciones, Manolita amplió su paseo. «Hacía cinco kilómetros cada día», relata. Hasta que una flebitis le obligó a parar. «Me dio así, sin más ni más. Iba a ir a la peluquería, pero no pude», recuerda. Aquello fue en noviembre. Dos meses tardó en volver a agarrarse a las muletas y echarse a la calle a pasear. «Ahora hago alrededor de dos kilómetros. Si no puedo dar el paseo me enfado, me pongo triste», confiesa esta vecina, que día a día se deja ver por el pueblo con sus zapatillas de caminar y sus dos muletas. Una, cuenta, se la regaló su nieto. «Es como la que usan las peregrinos para hacer el Camino de Santiago», dice, mientras se le dibuja una sonrisa en el rostro que ni la mascarilla logra disimular.
Su fortaleza solo la cuestiona su bisnieta. «Me pone deberes. Quiere enseñarme inglés. Y cuando me canso, le digo que me tengo que levantar que me duelen las piernas», cuenta, entre risas. Entonces, continua Manolita, «se acerca a su abuela, a mi hija, y le dice, 'cómo no le van a doler las piernas si anda tanto'». Y de nuevo, la sonrisa vuelve a iluminar su cara. El sol regresa, así que Manolita coge de nuevo las muletas y retoma el paseo antes de la comida.
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