Convicto, confeso y culpable de asesinato
Las tres 'ces', como sus iniciales, cayeron sobre Celso Cifuentes Cabeza, acusado de matar en Oviedo a un registrador de la propiedad
Domingo, 3 de septiembre 2023, 00:53
Le pillaron, a punto de cumplirse un mes del crimen, tan tranquilo, merodeando por el Frontón del Piles y mirando los partidos de pelota. La historia que trae a C. C. C., Celso Cifuentes Cabeza, a estas páginas ya se la he contado alguna vez. Hace una década, concretamente, en los 'Crímenes de Ayer'. En nuestra hemeroteca digital la pueden encontrar. Resumiéndolo mucho, ocurrió que a mediados de agosto de 1923 apareció un hombre muerto en las inmediaciones de la Ciudad Jardín de Oviedo. Vestía con un traje color café con etiqueta de 'El Águila', un establecimiento gijonés. Las investigaciones concluyeron que se trataba de Javier García, un registrador de la propiedad de 50 años con una curiosa afición: construir una máquina de movimiento perpetuo para la cual solo le hacía falta la dinamo que ese día había ido a comprar a la capital.
Acompañado de Cifuentes, este le había asegurado poder conseguirle a buen precio la ansiada dinamo, pero, por el camino, le mató y se dio 'el piro'. Ahora hace un siglo, el jefe de la Guardia Municipal gijonesa, Urbano Zarracina, y el cabo Sabino Fernández consiguieron detener a Cifuentes, quien al percibir su presencia había ido corriendo a esconderse «en los prados próximos» al Frontón, «ocultándose entre los maizales». Para prenderle se necesitó la ayuda de seis soldados «que en traje de paseo transitaban por la llamada Carretera Nueva». Así de escurridizo era C. C. C., que hasta de esas se zafó. Fue detenido, por fin, en el merendero 'Espicha', propiedad de Manuel Rubiera, poco más allá.
Queso y vaso de vino
Resignado, tal vez, con su suerte; dando cuenta de un queso y un vaso de vino que siguió sorbiendo, pausado, ante los agentes. Ese día, ya preso, también confesó. A su manera: dijo que había discutido con García no por dinero, ni con la intención de robar, sino porque este, al ir «a hacer una necesidad fisiológica», «me hizo unas ciertas preposiciones (sic). Entonces yo me resistí, y él me ofreció 13 duros. Se los rechacé, en un principio, pero luego, los admití (...) Forcejeamos, y el cayó al suelo». Lo mató, sí, pero insistió en que los duros eran suyos. Nadie le creyó. Meses después le cayó la perpetua. Triste vida.