El periplo de Carlos V de Villaviciosa a Compostela
Desde Gante. Era el emperador un chaval de apenas 17 años cuando se embarcó en el puerto de Flesinga para partir a ceñirse la corona de un reino de reinos del que desconocía casi todo
PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Lunes, 20 de diciembre 2021
Los caminos que llevan a Santiago se bifurcan en dos desde Villaviciosa: el que sigue la ruta de la costa y el que se adentra por Valdediós y Arbazal para dirigirse a San Salvador de Oviedo. Hay otra vía que confluye en la antigua Puebla de Maliayo por la que hubieron de llegar peregrinos para seguir la senda blanca de estrellas a Compostela y es la ría que se abre al mar Cantábrico. Al viajero amigo de soñar cómo pudieron ser las cosas en siglos hoy lejanos, cuando visita los tesoros del románico y el prerrománico repartidos por un concejo tan fértil en patrimonio monumental, no le costará demasiado imaginarse la posibilidad tan verosímil de que algunos de aquellos maestros labradores de la piedra que moldearon los capitales y columnas de San Juan de Amandi, La Oliva, San Salvador de Fuertes o Llugás arribarían a tierra maliayesa desde la barra de Rodiles y El Puntal. Unos de Irlanda, otros de Normandía, de los más diversos cabos de la Europa cristiana trajeron en sus cinceles muchas de esas formas armónicas que nos continúan deslumbrando en los días de la comunicación global con el mismo asombro reverencial que el de las miradas de los campesinos y villanos del tiempo en que se levantaron.
Publicidad
Visítanos en
Por ese camino de agua aportó un singular peregrino que tardaría tres años en llegar a postrarse ante la tumba del apóstol. Venía de Gante y era un muchacho de apenas diecisiete años cuando se embarcó en el puerto de Flesinga para partir a ceñirse la corona de un reino de reinos del que lo desconocía casi todo. Los entresijos de aquel periplo de Carlos V los relató con todo lujo -y miseria- de detalles, su cronista y paisano Laurent Vital. Por él sabemos que el futuro emperador ya apuntaba maneras unas cuantas semanas antes de tomar en su mano el cetro en Valladolid. Al joven príncipe atribuye la decisión de no dilapidar una jornada más de navegación para realizar el desembarco en sus nuevos dominios y ante la tesitura de aguardar un viento favorable que llevase a la comitiva real a Santander, como era lo previsto, o seguir rumbo hasta un punto de atraque practicable, Carlos de Gante resolvió optar por esta última alternativa. Así viraron rumbo oeste las naves imperiales y doce días después de zarpar, los pilotos encontraron el momento propicio para intentar tomar tierra pasado el mediodía del 19 de septiembre de 1517. En sus cartas aparecía próximo el puerto de Tazones, conocido enclave ballenero, pero a los expertos capitanes les bastó atisbarlo a tiro de ballesta para descartarlo como lugar adecuado para recibir a su señor y a su hermana, la infanta Leonor. Al menos esa es la razón que esgrime el cronista Vital, con una apreciación tan injusta como tantas de las que dedicaría a Asturias -Exture, en su pluma: «A causa de que era un lugar demasiado malo para alojar allí tantas gentes de bien».
A escasa distancia, poco menos de dos leguas, en las cartas de navegación, aparecía «una buena villa», la de Villaviciosa. Carlos y la infanta, acompañados de su séquito de guardia y cabecera, fueron embarcados en botes para remontar la ría. Entraron por la barra sobre las cinco de la tarde y según la noticia aportada por Vital, cuando pusieron pie en la villa era ya noche cerrada. El cómo fue lo anota con su acostumbrada exageración: «Fue allí el rey, a fuerza de remos, conducido por una ría de agua salada que penetraba en el interior del país, entre dos montañas tan altas que se perdía la vista». La perderá hoy quien busque esos Everest a los que alude el flamenco en el paisaje llano de marismas, praos y pumares que rodea la ría. Igual de objetivas que esa debería interpretar el lector actual buena parte de las impresiones que anota el cronista real acerca de nuestra tierra y especialmente de sus naturales. En su caligrafía cortesana fluye la mala leche de un auténtico cotilla de los programas del corazón: un botón de prueba su descripción de las mujeres maliayesas del pueblo o la grosería con la que relata la primera cena de Carlos V en la mesa de la Casa de Hevia que lo alojó durante cuatro noches.
El cortejo imperial abandonó la Villa para encaminarse a Santander y lo hizo tomando el Camín Real, es decir el mismo itinerario que siguen los viajeros jacobeos de la costa, pero en sentido inverso, pasando por Colunga, Ribadesella y Llanes para dirigirse a Treceño y de ahí, avanzar por Aguilar de Campoo hasta Valladolid.
Tres años más tarde, en la primavera de 1520, Carlos V llegaba a Compostela para reunir allí las Cortes. Quien sabe si en aquel trecho del Camino, entre Villaviciosa y Llanes, el séquito real no se cruzó con algún peregrino que venía de Flandes. Y que éste al saber que iba en él el emperador, se santiguaría con una extraña premonición: allí avanzaba hacia su destino un hombre que tendría el mundo en sus manos y que acabaría recluyéndose en un convento. Intuiría tal vez, que entre las muchas vueltas que daría la vida del rey, una al menos le llevaba por su mismo norte hasta Santiago.
1 año por solo 16€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión