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Las cien mil soledades acompañadas
64.100 asturianos de más de 65 años viven solos, si bien en la zona rural la cercanía con los vecinos reduce el riesgo de aislamiento extremo | Caso y Sobrescobio estrenarán en enero el programa de asistencia para mayores que viven solos
o. villa / M. varela
Domingo, 1 de diciembre 2019, 01:39
Los recientes hallazgos en Oviedo de personas que llevaban años muertas en sus domicilios ha vuelto a sacar a la luz la situación de quienes, por elección o por cosas de la vida, viven solos. Son más de 136.000 en Asturias, aunque la gran mayoría de los que no lo eligen son personas mayores de 65 años. En concreto, 64.100, de los que 47.100 son mujeres. La Consejería de Bienestar Social iniciará en enero el programa 'Senda', para paliar la soledad y sus efectos. Y lo comenzará en dos de los concejos más envejecidos, Caso y Sobrescobio, en el Alto Nalón. Las concejalas de Servicios Sociales de Caso, Berta Suárez, y Sobrescobio, Pilar Ruiz, coinciden en que ese programa «que se fraguó en las reuniones que mantuvimos con la Consejería en Sobrescobio y Caso, es fundamental para prestar atención a nuestros mayores, saber que van al médico, que comen, que toman la medicación. Que están bien». En ese profundo valle del nacimiento del Nalón viven 2.371 personas, de las que 849, el 36%, son mayores de 65 años. Y muchas lo hacen solas.
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Pero en la zona rural ser el único habitante de una casa no implica, necesariamente, un aislamiento no escogido. Son, muchas, soledades más o menos acompañadas, porque la propia dinámica de las poblaciones de tamaño contenido es más social. Los vecinos de las casas cercanas se ven en las pequeñas cosas de cada día, como comprar el pan y el periódico al panadero ambulante, se cuidan unos a otros, se quieren. También se envidian y hasta se detestan. Se juntan cada día en las casas o en los pocos bares que van quedando. No cabe la indiferencia, esa que en las ciudades lleva al aislamiento extremo.
La soledad de la Asturias rural
«Les digo que 'un sarnazu y juntame con un home era lo que me faltaba'»
Olga Santos Sánchez | 79 años, Campo de Caso
Uno entra en la coqueta y moderna casa de Olga Santos, junto al consultorio de Campo de Caso, y se encuentra con una casi perfecta reproducción de 'Las Hilanderas' de Velázquez. Autora, ella misma. 580 cuadros a sus espaldas, muchos vendidos en Italia, Francia, Alemania y Estados Unidos y 79 bravos años pasados en su mayoría en Alemania (de los 21 a los 41) y Alicante (otros 35 años). Hace diez, esta casina de Orlé, pintora, profesora, tendera y fuerza de la naturaleza decidió retirarse a Caso. No fue posible en Orlé, porque nadie vendía una casa de su agrado. Pero sí en el Campu, donde «voy dos días a clase para mantener la mente bien activa e imparto clase de pintura los jueves durante dos horas que a veces son tres».
El resto del tiempo recibe visitas («me crié en un chigre, tengo el síndrome de la vendedora»), habla algo por teléfono con su hija Olga (precisamente recibe una llamada de ella mientras EL COMERCIO la visita. Sin dar tiempo a la pregunta le da a su hija una respuesta tranquilizadora: «Olga, estoy muy bien»). Y se dedica tiempo a sí misma: «La soledad es relativa. Tengo más de 2.000 libros, escucho música y, si me canso de todo, pinto. Un día me levanté con dolor de espalda y me dije '¿a quién llamo? ¡A nadie!', me levanté como pude y me fui al chigre. Le pedí al chaval un desayuno bien fuerte, para aguantar».
«Buscaban criada, no esposa»
Con muchos años de ciudad, es muy consciente de la diferencia con el campo: «Es muy triste, allí mueres y quedas momia para toda la vida, nadie se interesa por ti». En Campo de Caso, en cambio, «tengo muchas amigas y estoy con ellas cuando quiero». Viuda tras 45 años de matrimonio, es selectiva con las compañías: «Algún que otro moscón hubo rondando, pero buena gana tengo yo de cuidar a alguien cuando soy yo la que necesita ayuda. Los hombres de antes y los de mi generación buscaban, más que una esposa, una criada. Yo les digo que 'un sarnazu y juntame con un home era lo que me faltaba'».
Olga es fuerte y socialmente muy concienciada. «Un país donde la mujer no está a la par del hombre no tiene forma de prosperar», afirma, y recuerda que su madre, dueña del chigre de Orlé, «fue el pañuelo de lágrimas de las mujeres que con cuatro hijos volvían a quedar embarazadas». Mujeres que fueron la columna vertebral de sus familias y a las que la viudez y los hijos dejaron solas. Olga se negó a ser una de ellas. Su soledad es querida y escogida.
«La muerte ye casi una liberación. Pero nunca me siento solo, está el monte»
Ino Fernández Antón | 79 años, Soto de Caso
A Marcelino (Ino para sus amigos) Fernández le conoce todo Caso. Y parte de Sobrescobio, de Aller y de Lena. Ganadero de las alturas y montañero empedernido, ha vivido sus 79 años sin casarse y trabajando «en la agraria o para maderistas. Pero sobre todo con ganado de carne y con cabras. En los últimos 30 años me habrán comido unas 400 los lobos, pero nunca denuncié. Porque la mayor parte no se cobran porque no aparecen. Pero quien tiene el ganado en el monte sabe a lo que se expone», afirma.
Se le nota orgulloso de sus hazañas montesinas:«La salud ahora anda mal, pero en mis tiempos iba del Picu Torres a la vega de Brañagallones en hora y media, y eso que me paré en la pista de Wamba a hablar con un paisano. Y de la Vega al lago Ubales y la mayada Los Moyones en una hora». Con los esquís y por la nieve. Cuentan en la capital del concejo que hace medio siglo largo «andaba la federación de esquí detrás de él para que fuera a las Olimpiadas o algo así». No hubo forma.
Ahora la salud ya no es lo que era: «Casi ya no veo, se me desprendió la retina en el ojo izquierdo. Pero yo no voy al médico, y no tomo pastillas». Con una sonrisa en la cara le espeta a su interlocutor que «la muerte ye casi una liberación». Y suelta la brida de su espíritu montés de nuevo: «Pero nunca me sentí solo, está el monte, siempre está el monte».
Pero algo más solo está que hace unos seis meses. Su amigo Héctor, que vivía en la casa que comparte tabique medianero con la suya, salió una mañana «a dar su paseo hasta la curva grande que hay hacia el Campu –casi dos kilómetros, ida y vuelta– y volvió al pueblo. Vio a los vecinos y se fue a comer a casa. Empezó a sentirse un poco mal y... se acabó». Un final tranquilo y silencioso. Un vacío cotidiano a partir de entonces. Una metáfora personal de lo que en opinión de Ino está pasando con Caso: «Estos pueblos no tienen futuro. Se han ido apagando poco a poco, pese a que hay mucha riqueza en el monte. Al final, van a venir los búlgaros o los congoleños a recoger la riqueza de los montes», pronostica.
Proteccionismo paradójico
Sin meterse con nadie, con ningún partido, sí que lanza su particular puya: «El Parque Nacional –de Redes– no favorece nada. Para mí, Parque Natural equivale a tierra de matorral. Sin ganado y sin gente, todo se vuelve matu. Antes manteníamos los montes incluso con pequeñas quemas. Ahora está todo echado a perder y por faltar, falta hasta la caza, apenas quedan unos rebecos y corzos. Jabalí, mucho, eso sí». Es la paradoja de un proteccionismo sin regenerar los ecosistemas.
«La vida del solitario es triste, pero mi amiga Rogelia viene cada día»
Armandina Prado Calvo | 86 años, Campo de Caso
Armandina recuerda a Ángel cada día. Cada minuto. Junto al hogar de su cocina, hablando con sus muchas amigas. A solas. Ángel se fue a los 88 años, a diez metros de la puerta de su casa. Ayudaba a una vecina a recuperar una bolsa de la compra que se le había caído en un hueco, y su corazón dijo 'basta'. Armandina, con la dulzura pintada en la cara, lo revive: «Vino la médica, pero yo ya sabía que no había remedio». Y «me encontré sola de repente, después de 62 años de matrimonio. Con altos y bajos, pero vivimos felices. A los 50 de casados hicimos una misa y vino toda la familia. A los 60, también, porque a mí gústame la misa y hacer las cosas como es debido».
La vida, sí, le cambió. Pero «soy muy de conversación. De hablar de la gente de antes, con mis amigas. De lo que nos acordamos, porque lo de ahora se nos olvida muchas veces».
Tiene una rutina diaria que la mantiene joven. La atención a los animales, «que me obliga a moverme. Las gallinas, los gatinos, el perru –Blacky–, que ahora tá malín de la próstata». Y las amigas: «La vida del solitario es triste, pero mi amiga Rogelia viene todos los días». Y las dos vuelven a hablar cada mañana de lo mismo de mil formas diferentes. O callan, viendo el fuego.
Algunas tardes, un café en la plaza del Ayuntamiento, aunque sin imponerse obligaciones: «Tuvimos un local para ir a jugar al parchís, pero lo acabamos dejando».
Llega un tractor amarillo a la puerta de su casa, cargado de troncos bien cortados: «Ye un chaval que nos lleva unos praos. No le cobramos nada –aún habla en plural–, solo que traiga algo de leña y que mantenga bien cuidados los praos». Es crítica con los jóvenes: «Antes sí que cuidábamos la tierra. Nos sacrificábamos. Yo soy económica, pero peor vivíamos antes, que no entraba nada o poco dinero». Mientras pudo, vendió leche a los vecinos que no tenían ganado. Con eso «y con algún jornal que traía el marido, íbamos tirando y dando formación a los dos hijos» (Fernando y José Ángel, que ahora viven en Gijón y Lugo, relata Armandina, mientras muestra con orgullo las tallas en madera de Fernando).
Cuando la venta directa de la leche se prohibió, «decidí empezar a comercializar el quesu casín, que de aquella se hacía en todas las casas que tenían vacas, pero para comer en casa. Yo fui la primera en comercializarlo, y luego ya vino la feria de la Collada de Arnicio, que le hizo mucho bien al casín».
«Si un cliente me falla dos veces, me intereso y aviso»
Irene Fernández | Autoventa
Irene Fernández es una alegría periódica para la gente de los pueblos de Caso y Sobrescobio. Con su furgoneta de Carnicería El Casín, recorre cada aldea una vez cada dos o tres días. «Ahora, con el invierno, hay poca gente, la que resiste». Les lleva ultramarinos, conversación y risas. Y supone un seguro de vida: «Hay gente mayor que no oye y a veces se olvidan, pero si un cliente me falla dos veces, me intereso y aviso de que pasa algo».
«Como todos los días en el bar. No falto nunca»
Ángel Álvarez Aladro | 80 años, Caleao
A Abantro baja a comer desde Caleao de pascuas a ramos Ángel Álvarez Aladro. Los 15 euros que le cuesta el taxi superan bien el coste del menú del día. Cuando no le da por ese viaje, su día es el mismo desde hace muchos años. Desde que murió su madre y él cambió Gobezanes por Caleao. «Me levanto hacia las diez y como todos los días en el bar. No falto nunca». Eso permite a sus vecinos comprobar que sigue bien, aunque a la propietaria de Casa Zulima se la ve preocupada por la salud de Ángel: «No hace caso a nadie. No va a médicos, no se cuida nada...» Su caso no es único.
«Soy soltero por desgracia. Mi único vecino tiene 91 años»
Sergio Miguel | 62 años, El Barrial
La hora de comer es la hora de hablar. De ver gente y relacionarse. Su día es sencillo: «Cuidar las vacas (unas 20, de carne, que le dan unos cuantos terneros al año para 'ir tirando'), comer en Linares salvo los martes, que cierra el bar, y cuidar las vacas. Y cenar y dormir pronto, porque tengo dos teles, pero averiadas». Sergio Miguel Prieres tiene una cuadra y dos casas en El Barrial de Coballes. Dos de las tres del pequeño núcleo, en el que vive solo: «Soy soltero por desgracia. Mi único vecino tiene 91 años». Fuera de Caso, Laviana es la frontera –«si salgo de aquí ye para ir a la Pola»–, Gijón y Oviedo, otro mundo –«no voy hace más de un año»–. Y salir de Asturias, la neblina de una vida anterior: «Hice la mili en Cádiz y Melilla».
De El Barrial a Linares. Unos siete kilómetros, ida y vuelta. A pie, siempre. Como un reloj. Ángel, el dueño del bar, le ve cada día. Y los parroquianos que comparten soledades y mantel. Sergio ve bien el programa 'Senda': «No sé cómo funcionará, puede que no llegue a verlo, pero la idea está bien». Eso sí, habría preferido no quedarse solo con el ganado: «No me metí en la mina, y en eso metí la pata, porque ahora estaría retirado y bien».
«Vivo bien. Paseo, como, veo a los vecinos y tengo médicu en Campu Caso»
Samuel Fernández | 87 años, Soto de Caso
Samuel no percibe el estruendo del río en el puente de Soto de Caso. A sus 87 años («puede que 88, no estoy seguro»), el oído no le va muy fino. Pero él es feliz con poco: «Vivo bien. Paseo, como, veo a los vecinos y tengo médicu en el Campu». Echa de menos, eso sí, los tiempos en que Soto «tenía 90 vecinos. Ahora debemos ser 20, la carretera está igual o peor que siempre, y los dos bares que tenía Soto (La Llera y Casa Sabino) se cerraron». Perder el bar es para un pueblo una catástrofe mayor que la clausura de una iglesia. Al primero van todos, a la segunda no tanto. Pero Samuel tiene una receta para rozar feliz los 90: «Me gusta lo que tengo, y no necesito mucho. Lo que da la huerta, lo que trae el panaderu y, antes, el quesu que todos hacíamos pa casa». Economía de subsistencia de libro de EGB.
Pese a la escasez de perspectivas, hay quien se atreve a abrir negocios hosteleros en la zona. Anteayer se inauguró uno en el siguiente pueblo hacia Tarna, Bezanes, de donde sale la pista que conduce a Brañagallones. «Yo a Bezanes voy muy poco ahora, y al Campu, menos», dice Samuel, con sonrisa contagiosa
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