Ovnis asturianos que sobrevuelan el Reina Sofía
La pinacoteca madrileña compró en Arco dos obras del pintor gijonés Armando Suárez, diagnosticado de esquizofrenia paranoide
El mundo de Armando Suárez es muy difícil de entender porque no se parece en nada a nuestro mundo. Este pintor gijonés, fallecido en 2002, ... vio la vida con unos ojos distintos a los de la mayoría y, por eso, sus cuadros hablan de ovnis, platillos volantes y lugares que, atravesados por sus pinceles, se vuelven mágicos. Hace poco menos de un mes, el Museo Reina Sofía compró en Arco dos de sus obras a la galería madrileña The Goma. Con esa adquisición, el artista pasó a formar parte de la colección de la pinacoteca nacional, lo que está sirviendo para reivindicar su figura y contar su historia, que fue más de espinas que de vino y rosas.
Armando nació en Gijón y fue un artista autodidacta. Creció muy unido a sus hermanos y a una maestra, que conoció en Barcelona y que «fue clave para él porque nunca olvidó sus enseñanzas», asegura su sobrino, el galerista Diego Suárez Noriega. Se graduó como Perito Químico y Técnico Industrial, pero cuando tenía veintiocho años le diagnosticaron una esquizofrenia paranoide que marcaría su vida. Esa enfermedad hizo que tuviera que abandonar su puesto en una fábrica siderúrgica, pero a cambio empezó a recibir una pensión por incapacidad que le permitió dedicar más tiempo a la pintura.
Al principio, representaba paisajes, bodegones y arquitectura secular, pero los tratamientos médicos de entonces lo hicieron alejarse de la realidad. Sometido a terapias de electrochoque, empezó a fijarse en otras galaxias y empezó a describir, a través de la pintura, fenómenos celestes. Era tal su obsesión por otros mundos que, entre sus notas personales, dejó escritas algunas revelaciones de seres superiores que recibía y que lo alertaban de catástrofes mundiales.
«Eran obras cargadas de inteligencia y de una estética que trasciende lo anecdótico y lo temporal», apunta su sobrino
Además, guardaba numerosos recortes de prensa que hablaban sobre ovnis y que quizá le sirvieron de inspiración, a partir de los años 60, para llevar a cabo muchas de sus obras. Igualmente, estos temas formaban parte de su pintura más privada y no salieron a la luz hasta casi una década después de su muerte. «Eran obras cargadas de una gran inteligencia y de una estética que trasciende lo anecdótico y lo temporal para intentar buscar siempre lo sustancial», las define Suárez Noriega.
Son piezas que los médicos le recomendaban evitar porque creían que podía agravar sus visiones, así que a él no le quedaba más remedio que ir combinando distintas vertientes. «Él siempre mantuvo una reserva hacia ese trabajo porque entendía que la lectura que se iba a hacer de él era que pintaba sobre ovnis, cuando en realidad estaba trabajando sobre la ausencia, sobre la presencia y sobre elementos metafísicos».
Cuando falleció, en junio de 2002, este periódico recogió que Armando Suárez había sido «fuertemente reivindicado en los últimos años». A pesar de esos esfuerzos de algunos colegas del arte, en aquella nota ya avisaban: «No ocupó lugar importante en las galerías». Por eso mismo, el crítico Ángel Antonio Rodríguez escribió en estas mismas páginas hace más de dos décadas que el pintor se había ido «envuelto en el silencio, tal como vivió, alejado del circuito artístico desde los años sesenta».
Ahora, veintidós años después de su muerte, este artista de la conocida como escuela gijonesa de posguerra conquista museos y las ferias de arte más importantes del país. Armando Suárez no se equivocaba cuando decía que su pintura «estaba más avanzada que el tiempo que le había tocado vivir». Ahora ya la entendemos.
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