Auga
Hace tres años y medio que Gonzalo y Toni dejaron el monte por el mar. Para bien de la alta gastronomía asturiana cambiaron de paisaje, no de naturaleza
Luis Antonio Alías
Lunes, 19 de enero 2015, 12:48
La vieja rula pasó a ser restaurante El Puerto; y el restaurante El Puerto pasó a restaurante Auga. Una trayectoria siempre insigne. La rula que fue centro y capital de una forma de vida que el urbanismo moderno se llevó. Para no olvidarla Sebastián Miranda perpetró y perpetuó en volumen y sentimiento un plano, un segundo, una vista, un Retablo del Mar abarrotado de pescadores, pescaderas, subasteros, lotes, neños, perros y curiosos convocados por el redoble de campana. Una vertiginosa cuenta atrás a voz en grito, detenida mediante signos inapreciables, casi cabalísticos, pasaba las lubinas, rodaballos y golondros del Cantábrico al mercado.
Vacío el edificio de voces, discusiones y alegrías, remocicado sobre los pilares del primer contradique, devino restaurante El Puerto de la mano de Miguel Ángel Humanes, chef hasta el adiós de su popular dueña del Mayte Commodore madrileño, y responsable por tanto, gracias a sus altas cualidades culinarias, de que la Transición y la Constitución salieran mucho mejor de lo que actualmente se valora: toda la clase política y buena parte de la artística tenían allí su foro gastronómico.
Discurrió un cuarto de siglo de gozos y elogios, y hace tres años tocó cambio de gestión:entonces La Solana bajó al Puerto. Y tras mantener un tiempo el nombre previo, decidieron jugar al anagrama con el elemento que les rodea y rebautizarse Auga.
Gonzalo y Antonio son ahora, por meteórica carrera y reconocidos lucimientos, los de La Solana, los del Puerto y los de Auga, último y oficial sello y lacre.
Pocos ignorarán los previos: en 1999 Gonzalo Pañeda, harto de sujetar libertades e imaginaciones por casa ajena, emprendió con Antonio Pérez, experimentado sumiller y puntilloso maestro de sala, un esforzado y exigente camino propio. Y aunque sobrados de riesgos y presiones, también de juventud, en un lujoso caserón ajardinado de Mareo, llegaron, vieron y vencieron: la Gourmetour les concedió máximas puntuaciones, la Michelín les iluminó con una estrella y los críticos y clientes convirtieron el boca a boca en una buena nueva.
Pero los controles de alcoholemia, tan buenos para salvar vidas, tan mortíferos para la hostelería de extrarradio (con lo apañado que queda compartir taxi), les hicieron mirar ubicación si menos lucida, más afayaíza. Y al final encontraron la más lucida y la más adecuada.
El cambio les provocó la pérdida de la estrella, un precio a pagar sólo temporalmente: la recuperaron casi de inmediato y en cumplimiento de promesa se tiraron vestidos al mar enfrente de su Rula, Puerto y Auga. Si Tony ejerce de anfitrión impecable, con las palabras justas, las orientaciones claras, el trato medido sin carencias ni excesos, y unos conocimientos de bodega amplios y precisos, Gonzalo guisa, enlaza y construye platos complejos, estudiados, personalísimos, donde la paciencia y el tiempo cuentan, la improvisación está ausente y la sensualidad estalla a bocados. Pruébese el magistral oricio con manzana, corazón de coral concentrado sobre la propia cáscara. O la merluza del pinchu puerto de Celeiro que se acompaña con sopa de patata, cítricos y cardamomo. O la lubina asada, algas, ajos tiernos y limón verde. O el cochinillo ibérico confitado con puré de piña y grosellas. Luego la temporada y la creatividad quitan y ponen ofrecimientos sin que falten mariscos, fabada o callos a la clásica. Y para redondear bienestares, los espacios de acero y de madera acristalados miran al puerto desde su propio corazón. Quien recuerde los ecos de madreñes y caxes rastriáes col ganchu allí mismo, sentirá por partida doble que el marco se adecúa al lienzo de sabores vivos como el pan a la sardina.