Carmen Yáñez
Poeta. Exiliada durante la dictadura chilena y autora de varios libros de poesía, se instaló en Gijón hace algunas décadas en compañía de su marido, el escritor Luis Sepúlveda
A veces no hay otro remedio que meter en una maleta de catorce kilos un mundo entero, una vida que son muchas, un destino incierto ... y un país para la memoria. Lo sabe, con las certezas de las cosas que se aprenden mezcladas con lágrimas y luces, Carmen Yáñez. Y todo ello lo pasa por el tamiz de las palabras y lo hace poesía, que es una forma de seguir conjurando la vida.
A Carmen la luz la recibió en Chile, en 1952, en el barrio de San Miguel, al sur de Santiago. La Comuna Roja llamaban a aquel territorio tradicionalmente gobernado por socialistas, en donde convivían clase media y obreros, profundamente concienciados, solidarios y luchadores. Tercera de cinco hermanos aprendió la teoría del equilibrio lidiando con los mayores y los pequeños en una casa con un padre obrero metalúrgico y un bullicio familiar de tribu extensa y entrañable. También aprendió el compromiso y con las palabras escritas en cuadernos pergeñando los primeros poemas a los trece años, crecieron también la conciencia, la justicia como necesidad y la política como instrumento.
Carmen Yáñez ha sido capaz de mantener el gesto afable, como si la sonrisa sirviera de parapeto para ocultar todo lo que de menos bueno le ha proporcionado la vida, lo que fue llegando enredado como las flores del mal. Como el destino inexorable de quienes han de enfrentarse con los zarpazos de la historia, con el amor de Luis Sepúlveda desde que tenía quince años y él solo tres más, la boda ante de los veinte años, su primer hijo, Carlos Lenin, para quien algunos años más tarde, después del golpe de estado, hubo de falsificar los documentos y quitarle aquel provocador segundo nombre para que entrara en el colegio.
Ahí, al otro lado, sin que entorpezcan la luz de los ojos, se quedan los dos meses de su detención en la tristemente famosa Villa Grimaldi, los días interminables de tortura y sufrimiento durante la dictadura, las ausencias, el miedo, los compañeros que no sobrevivieron, los años de permanecer oculta, los arrestos domiciliarios y finalmente el exilio.
Hay un pacto con la ternura en la mirada de Carmen, un empeño insobornable en mantener indemne, frente a todo, la belleza, la honestidad, la vida. En las líneas que van dejando constancia de los días y los años, en su rostro, se escriben adioses en aeropuertos, la extrañeza al llegar a Suecia, el contraste entre la ciudad diurna, luminosa y limpísima, y la soledad helada del anochecer temprano, las calles desiertas y la vida detenida al borde de las seis de la tarde.
También la capacidad para inventar alternativas, para las reuniones festivas de la comunidad latina de los exilios de las dictaduras, los recitales de poesía, los festivales, la comida y la música, el encuentro y la prolongación de un espíritu que se iba mezclando con aprendizajes, con trabajos, con la vida tomando el mando, imponiendo la contundencia de lo inapelable.
Carmen Yáñez ha sabido encontrar en las palabras el cauce para la nostalgia, para desandar caminos, para enfrentarse a las dificultades y para entender esa sucesión de vidas que le han ido tocando en suerte. También los sueños, el poder del amor, el reencuentro tantos años después con Luis Sepúlveda, la decisión inmediata de venir a Gijón, la ciudad que a él le había seducido sin remedio y de la que ella no tenía ni la más mínima sospecha de que iba a ser hogar, el lugar ideal para esa otra vida. La felicidad y los libros, los versos, los amigos, los hijos, la placidez de los días, lo que parecía perfecto y se quebró un mes de abril del primer año de una pandemia que se ha llevado consigo demasiado.
Tiene la sensación de que le han arrebatado un país, como si no quedara nada (apenas nada de lo suyo queda allí, en realidad) de lo que fue aquella otra vida. De la maleta que hace tiempo que deshizo ya para siempre ha salido la memoria de tantas vidas que serán poemas, que son historias, que es la respiración cercana y amorosa de una ausencia que abraza.
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