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Tenían una vida normal, una casa grande, un trabajo estable y muchos sueños por cumplir. Pero la situación política de Azerbaiyán –en guerra con Armenia ... desde que en 2020 se reavivase el conflicto por recuperar Nagorno Karabaj– se fue recrudeciendo cada vez más hasta que no les quedó otra alternativa que huir de su país en condición de refugiados. La familia de Javier y María (nombres ficticios para preservar su identidad), de 46 y 47 años respectivamente, llegó a Gijón el 7 de enero con sus dos hijos, Rubén y Laura, de 22 y 20 años, y el marido de ella, Pedro, que hoy precisamente cumple 22. «No vinimos por el hambre ni por la sed, sino porque somos refugiados políticos», cuenta el hijo menor a EL COMERCIO.
Hasta entonces vivían en Bakú, la capital de Azerbaiyán. Su padre regentaba un pequeño supermercado y su madre, que «cocina genial», trabajaba como chef en restaurantes y empresas, donde llegó a cocinar «para 700 personas», recuerda María, abrumada por el contraste de no tener nada que llevarse a la boca. Juan estudiaba Turismo en la universidad, su hermana Laura estaba terminando Economía y su marido se formaba como pintor, pero ninguno de los tres ha podido completar sus estudios. «Teníamos una buena vida allí, pero estábamos en peligro», reconoce con pena Laura.
Aunque prefieren no dar detalles sobre la situación concreta que les obligó a abandonar su país para garantizar su seguridad, explican que son simpatizantes del Partido Blanco de Azerbaiyán –liderado por una de las figuras más influyentes de la oposición–, que en las últimas elecciones obtuvo el 0,6% de los votos y se quedó sin escaño, algo que el partido atribuyó a manipulaciones de los procedimientos electorales. «No teníamos ni voz ni voto en nuestro país», señala Rubén.
Desde que llegaron a España, hace dos meses, se han movido por todas partes y han tratado de buscar alojamiento de todas las formas posibles. Estuvieron varias semanas en diferentes hoteles de Oviedo y Gijón, pero el poco dinero que tenían se les acabó y «no es una opción rentable». También estuvieron en el albergue de Oviedo y en el Albergue Covadonga, hasta que alcanzaron la estancia máxima y volvieron a la calle.
Ahora, un mes después, la familia está dividida. Laura y su madre han conseguido cama en el Albergue y durante la próxima semana podrán comer, asearse y dormir allí, pero los hombres no. Llevados por la desesperación y viendo que no podían hacer nada, compraron dos tiendas de campaña y se instalaron en las antiguas vías del tren. «Es terrible pasar de una vida tan hermosa como la que teníamos, a estar en la calle», asegura María, que en apenas cinco días se unirá a ellos.
La desesperación se ve también en el rostro de su hija. Tiene en su móvil todos los recuerdos de aquella vida que ya les queda tan lejos y, cada poco, mira las fotos de su boda, de su fiesta de compromiso o simplemente de su rutina. «Y mira ahora», lamenta, señalando el chándal que lleva puesto y mostrando sus manos sin arreglar. Pero lo peor fue, sin duda, pasar por un aborto en la calle. «Perdí el bebé que esperaba cuando estaba embarazada de siete semanas y ni siquiera tuve un lugar donde poder descansar», relata.
Solo tienen incertidumbre. Están en la lista de espera del programa de atención a personas refugiadas de Cruz Roja y ya han estado con una abogada que les brindó la asesoría legal necesaria para solicitar la Protección Internacional, pero hasta que accedan al sistema de acogida y les asignen un alojamiento pueden pasar meses. Al no tener menores a su cargo, su prioridad es más baja y no les queda otra opción que seguir esperando. También se enfrentan a la barrera idiomática: no hablan ni español ni inglés y se comunican a través del traductor de Google. Su única fortuna es que cuentan con la ayuda de unos amigos migrantes que conocieron en el Albergue. Ellos, y la buena fe de quien pueda y se preste a ayudarlos.
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