Joaquín Alonso
Responsable de Relaciones Institucionales del Sporting, equipo en el que desarrolló su brillante trayectoria futbolística. Fue también entrenador y seleccionador nacional del equipo de fútbol playa
LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 4 de septiembre 2022, 15:42
Más allá de la eterna rivalidad, es posible ser profundamente gijonés aun habiendo nacido en Oviedo. Es el caso de Joaquín Alonso, cuya familia materna le arraiga en el corazón de Cimadevilla y, aunque la paterna era ovetense y él vino al mundo allí en 1956, su vida transcurrió en un ir y venir entre una ciudad y otra: una infancia de tardes de fútbol del Tartiere al Molinón, con un padre tan apasionado que era socio de los dos equipos y con el que aprendió el entusiasmo imprescindible para ser quien luego fue. Gijón, en los años de niño de Joaquín, fue un paraíso de playa y partidos desde la tribuna sur, sin imaginar que algún día él mismo, que disfrutaba dando patadas al balón desde siempre, sería uno de los protagonistas del estadio. Gijón fue también, en aquel tiempo, una abuela que tenía lo que un niño puede soñar: un kiosco en el que habitaba el Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz y todas las pipas y los chicles bazoka, y en el que el mundo se convertía en paraíso.
Joaquín Alonso, que forma parte de esos privilegiados que pueden prescindir del apellido y su nombre sirve para identificarlo, para individualizarlo entre todos los que puedan llamarse del mismo modo, puede presumir de una biografía marcada por la coherencia. Ese rasgo es quizá el principal ingrediente para que su mirada sea esa serenidad que se extiende como una marea de confianza en la conversación. Esa constitución física envidiable desde siempre y esas facultades para el deporte lo llevaron a ser campeón tanto en los partidos de fútbol que se jugaban en la zona de Llamaquique utilizando como porterías los libros del colegio que a veces quedaban olvidados porque era más importante la discusión de si un gol lo había sido o no, como en las carreras de sacos con nueve años en Felechosa donde alguna vez pasó el verano. Tuvo que esperar a cumplir los dieciséis para vestir camiseta, porque el padre, tan amante del fútbol como absolutamente decidido a hacer vida del rapacín al que no parecían tirarle mucho los estudios y sí el cuero del balón, supeditó siempre la práctica deportiva a los resultados escolares. Tal vez la adolescencia, a la vez que le iba diseñando en el rostro lo que luego sería su inequívoco bigote, le otorgó la centralidad a la hora de enfocar su futuro profesional sin desdeñar el bachillerato y, de algún modo, la sensatez que manifiesta en el trato vino de esa combinación de disciplina, responsabilidad y pasión.
En la biografía de Joaquín las cifras tienen carácter de récord, y entre tantos números es una palabra la que les da sentido: la lealtad enhebrada en los colores del Sporting, el equipo en que permaneció toda su vida profesional. También las emociones: tantos compañeros, tanta vida compartida, tantas risas, tantas tardes de juego, horas interminables de viajes, estadios y países, aficiones vociferantes, partidos con la Selección, tardes de triunfo y el aprendizaje impagable de la gestión de las contrariedades, la fortaleza para afrontar, sin abandonar, aquellas primeras pitadas en el Molinón, cuando parecía que ser alto, y por tanto más calmado en su juego, casaba mal con la impaciencia de una parte de los aficionados. En la memoria, entre los momentos que permanecen imborrables, la victoria con la Selección en Wembley en marzo de 1981, que se completó con la indescriptible alegría de la noticia de la liberación de Quini justo al terminar el partido.
Joaquín se siente afortunado porque la felicidad, al final, es ese estado en que coincide lo que uno quiere hacer con lo que está haciendo, y ese sentimiento preside el rostro sereno del jugador que, con el número ocho y un bigote que ya no existe, sigue formando parte de la memoria sentimental de todos los niños ya crecidos que guardan como un tesoro los cromos de aquellos que escribieron la historia más gloriosa de El Molinón.