Pelayo Ortega
Pintor. Uno de los artistas con mayor proyección internacional y más reconocimiento. Ha obtenido becas, distinciones y premios y sus cuadros se exponen en las galerías más importantes del mundo. Profesional tenaz y en constante evolución, es también grabador e ilustrador
A Pelayo Ortega lo de las semicorcheas nunca consiguió seducirle lo suficiente como para que el latido artístico que le venía de serie y le ... convertiría en el pintor que es encontrara en la música un canal para volcarse. La pasión musical de su padre, entre otras cosas miembro de la orquesta Niza en el tiempo que su trabajo como metalúrgico le permitía, se tradujo únicamente en conocimientos de solfeo y, eso sí, una sensibilidad para disfrutar escuchando. De Mieres, donde nació, en 1956, le queda la atmósfera general de la villa entonces, el sonido de los trenes, y aquella bruma en el aire tejida con el humo fabril y el polvo en suspensión de las minas.
En los ojos de Pelayo Ortega convive esa memoria con la luminosa epifanía y el nacimiento a la pintura en un Gijón al que llegó con la oleada migratoria económica tras el cierre de Fábrica de Mieres y el desembarco de tanta gente de las cuencas en una ciudad que tuvo algo de tierra prometida: no solo la apertura al mar, la luz incidiendo en las cosas y convirtiéndolas en materia viva; también, y sobre todo, la posibilidad de acceder a un ambiente cultural más amplio en una época en que las galerías de arte eran casi anécdota y los museos tan escasos. Esos años de la primera adolescencia, de las calles de una ciudad tan distinta a la de ahora y sin embargo ya tan configurada como un libro abierto en el que leer la vida y la vocación, como un lienzo en blanco en el que aquel descubrimiento de imagen, texturas, trazos y claroscuros, habría de encontrar el lenguaje adecuado para traducir la emoción, para multiplicar el sueño y canalizar todo lo que se le iba instalando en la mirada, esa forma de abarcar el infinito y de transformarlo.
Detrás de las gafas de Pelayo Ortega, hay unos ojos que indagan y descifran el mundo, y lo transcriben. Los ojos que se enamoraron de la pintura de Valle y de Piñole, que siguen emocionándose y reconociéndose en sus miradas sobre las cosas. Perviven también las conversaciones interminables con los de entonces, los pintores con los que compartió juventud y pasión, hallazgos y sueños. La decisión de marcharse a Madrid, y de algún modo repetir, en versión ampliada y corregida, la misma emoción que tuvo el descubrimiento años atrás de Gijón y sus posibilidades, con el añadido histórico de llegar a la capital justo en 1975 y vivir los años convulsos y esperanzados de la transición, primero y los que como una explosión entre el júbilo y la exaltación de la creatividad siguieron y configuraron la movida. De ese tiempo en que las noches se escribían con neones y excesos y los días eran una coctelera en la que se mezclaba todo mientras parecía que acababa de inventarse el mundo, Pelayo Ortega recuerda sobre todo las mañanas en el Museo del Prado, donde consiguió permiso para ser copista, aquel diálogo secreto con los autores del Barroco, Ribera, Velázquez, en salas vacías impensables ahora. Y después, la vuelta a Gijón, la elección de una vida para su hijo con quien ahora comparte pasión y difiere en técnica y modos.
En el rostro de Pelayo Ortega hay siempre una interrogación escrita en la levedad del ceño, una forma de tratar de averiguar qué se oculta en el alma de las cosas, la búsqueda de lo esencial, lúcido y cada vez más dueño del instante. Con una serenidad que ha ido encontrando su espacio en la barba gris, es fácil imaginarlo con el pincel en una mano, la pipa en la otra y un universo entero gravitando entre las notas del jazz que suena a veces. Hay un aprendizaje permanente, una evolución imparable hacia abstracciones que no abandonan la raíz inalterable.
De Piñole aprendió la melancolía de los personajes que cruzan el lienzo, silenciosos y casi envueltos en una soledad clandestina, y aun así redimensionan el mundo. De una de sus primeras maestras, apenas párvulo, la magia tierna que convertía, con su trazo, una pizarra negra en un inventario de sueños.
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