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Fidel Castro, en una imagen de 2006.
Fidel Castro, el enemigo irreductible

Fidel Castro, el enemigo irreductible

El expresidente cubano, que hoy celebra 90 años en su retiro voluntario, personificó durante más de cuatro décadas la capacidad del comunismo para penetrar en el patio trasero de EE UU

Óscar Bellot

Sábado, 13 de agosto 2016, 00:10

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Durante más de cuatro décadas, Fidel Castro, que hoy cumple 90 años alejado del foco mediático, fue algo más que una enorme piedra metida en el zapato de Estados Unidos. Fue la personificación de la capacidad del comunismo para penetrar en el patio trasero del país abanderado del capitalismo, una figura dotada de un poderoso carisma que operaba como un imán para otros revolucionarios ávidos de emular sus gestas. Y la única némesis que logró sobrevivir al desmoronamiento del bloque bajo cuyo paraguas se cobijó ante las amenazas de invasión procedentes del poderoso vecino del norte.

De esas hubo muchas, sobre todo en los primeros años del nuevo régimen establecido en La Habana después de que el barbudo dirigente entrase victorioso en la capital de Cuba el 8 de enero de 1959. Siete días antes había consumado su triunfo frente a las tropas del dictador Fulgencio Batista, garante de los intereses de Washington en la isla y, sobre todo, de los mafiosos que campaban a sus anchas en los casinos que regentaban en el Caribe. Fue a Dwight D. Eisenhower a quien primero le tocó lidiar con el ambicioso joven. Hubo quien recibió con agrado al nuevo mandatario en los círculos diplomáticos estadounidenses. La imagen de Batista se había deteriorado mucho y Castro suponía la oportunidad de un cambio de rumbo. Pero cualquier ilusión en este sentido quedó cortada de raíz durante la visita que Fidel efectuó en abril de ese mismo año a Estados Unidos. Invitado por la Asociación de la Prensa, rehusó cualquier intento de cortejo y proclamó sin ambages su adhesión al comunismo. Disuadido de cualquier opción de alterar su ideología, el por entonces vicepresidente Richard Nixon abogó por una postura de fuerza respecto a la isla.

Las sanciones comenzaron a imponerse de inmediato. Estrangular la economía cubana, fuertemente dependiente del azúcar, fue la primera opción. Pero la administración republicana no confió únicamente en las medidas económicas. En marzo de 1960, Eisenhower autorizó a la CIA a elaborar planes conducentes al derrocamiento del por entonces todavía poco consolidado régimen. Los protagonistas habrían de ser exiliados cubanos llegados a las costas de Florida que se entrenarían en campos y bases secretas, algunas de ellas diseminadas por países latinoamericanos 'amigos' como Guatemala. La hostilidad estadounidense sólo sirvió para que Castro se echase definitivamente en brazos de la Unión Soviética. Cortó cualquier tipo de relación con Washington y acusó a los diplomáticos estadounidenses de servir como espías y agentes al servicio de la insurgencia. En algunos casos, tenía razón.

Bahía de Cochinos

El 20 de enero de 1961, John F. Kennedy tomaba las riendas de la Casa Blanca. Nada más proclamarse vencedor de las elecciones que le habían enfrentado a Richard Nixon, el líder demócrata fue informado por la CIA de los planes de invasión de Cuba en curso. Joven y carismático como Castro, a JFK también le gustaba jugar fuerte. Ávido lector de las novelas de James Bond, dio su aquiescencia a dichos planes. El 17 de abril de 1961, tras una serie de alteraciones respecto a la zona de desembarco que incidirían decisivamente en el fracaso de la operación, más de 1.300 exiliados cubanos arribaban a la Bahía de Cochinos, lugar donde se materializaría el más humillante desastre de la política exterior de Kennedy a lo largo de los casi tres años en que ocupó el cargo. Sobrepasados por unas fuerzas muy superiores a las esperadas -la inteligencia de Castro había sido más diestra en descubrir los detalles del plan que la CIA en ocultarlos-, los integrantes de la Brigada 1506 fueron rápidamente aplastados mientras aguardaban unos refuerzos que nunca llegarías. Kennedy había autorizado un primer bombardeo para diezmar al Ejército de Castro, pero había dejado muy claro que la intervención de EE UU debía quedar oculta al mundo. Pero eso, y pese a las reiteradas rogativas de los jerarcas de la CIA, prohibió un segundo ataque. En público, asumiría las culpas, mas en privado prometió romper la agencia en mil pedazos. Allen Dulles, Richard Bissell y Charles P. Cabell, los tres principales responsables de la CIA y principales ideólogos del desembarco, fueron destituidos, y Robert F. Kennedy, fiscal general y hermano del presidente, recibió el encargo de ponerse al frente del 'caso cubano'.

Castro había salido triunfante del primer choque contra el coloso del norte. Su imagen se había afirmado tanto entre sus colegas del Kremlin como entre quienes ambicionaban emular sus andanzas en otros territorios de Latinoamérica. Pero también había crecido la inquina que le profesaban en Washington. La vieja guardia había desaparecido pero la nueva no estaba menos dispuesta a deshacerse del 'barbas'. Los planes siguieron proliferando.

Bajo el nombre de 'Operación Mangosta', EE UU tramó una serie de acciones de sabotaje fruto, como ya había ocurrido en Bahía de Cochinos, de la alianza tejida entre la CIA y la Mafia. No se vetaba nada, ni siquiera el asesinato de Fidel. Las tentativas serían múltiples, y los medios empleados, propios del mejor guión de Hollywood. Puros envenenados, plumas estilográficas convertidas en arma mortal, amantes que debían darle el tiro de gracia. Hasta ocho intentos se contarían en un informe secreto del Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos. Los resistió todos, quizás por la poca habilidad a la hora de ocultarlos, como pone de manifiesto el nombre en clave de un plan del Ejército estadounidense para apoderarse de una isla del Caribe: 'Operación Ortsac', el nombre de Castro al revés.

Crisis de los misiles

Temeroso de que alguno de esos planes pudiese dar los frutos apetecidos, Castro recurrió a la Unión Soviética. El 14 de octubre de 1962, un avión estadounidense que sobrevolaba Cuba logró fotografiar una serie de instalaciones de misiles de corto y medio alcance. Las instantáneas llegaban a manos de Kennedy a la mañana siguiente. Había comenzado lo que se conocería como la 'Crisis de los Misiles', el punto álgido de la Guerra Fría. Jamás el mundo estuvo tan cerca de un conflicto nuclear. Durante trece días, la Administración Kennedy lidió con el terror. Se barajaron muchas opciones, desde la simple respuesta diplomática en la ONU hasta la invasión de Cuba, que probablemente hubiese derivado en un choque armado entre las dos superpotencias. Finalmente, JFK optó por el bloqueo, tras desoír a altos cargos del estamento militar que abogaban por la guerra. La jugada salió bien. El 28 de octubre, Nikita Kruschev reculaba. La Unión Soviética aceptaba retirar sus misiles de Cuba. A cambio Estados Unidos se comprometía a hacer lo mismo con los que tenía desplegados en Turquía y daba garantías de renunciar a cualquier intento de invasión futura. Esta última parte permanecería oculta a los ojos del mundo en virtud de lo negociado en secreto por Robert Kennedy y Anatoly Dobrinin, el embajador soviético en Washington.

Sobre el papel, Castro había obtenido la salvaguarda que perseguía. Kennedy fallecía asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963. Aún hoy hay quien atribuye su muerte a una venganza por parte de Castro, si bien éste, al recibir la noticia de lo ocurrido, le manifestó su tristeza al periodista Jean Daniel. Ambiciosos, carismáticos, aventureros y mujeriegos, ambos mandatarios debían profesarse cierta admiración, por encima de ideologías políticas, lo que no impidió a JFK establecer un embargo que sigue vigente en pleno siglo XXI.

Mano dura

Ningún presidente estadounidense osaría dar pasos tendentes a una normalización de las relaciones en las décadas venideras. Ni Lyndon Johnson, ni Richard Nixon. Ni siquiera el pacifista Jimmy Carter, quien acabaría convirtiéndose en el único que se reuniría con Fidel, aunque ello no ocurriría hasta mayo de 2002, más de dos décadas después de abandonar la Casa Blanca. Ronald Reagan resucitaría la línea más dura con el régimen, endureciendo las condiciones del embargo. Y durante la presidencia de Bill Clinton se sancionaría la Ley Helms-Burtn, que estrechaba el cerco sobre las transacciones comerciales con Cuba. En la práctica, obligaba a las multinacionales a elegir entre EE UU y Cuba a la hora de hacer negocio.

Clinton, como Carter, acabaría estrechando la mano de Fidel Castro, como también haría, más recientemente, Barack Obama con Raúl Castro durante el funeral de Nelson Mandela, y más recientemente en la 'normalización' de las relaciones entre Cuba y EE UU, con el papa Francisco como mediador inicial para acabar con décadas de bloqueo. Habían transcurrido cuarenta años desde el último apretón entre los máximos dignatarios de ambos países. El deshielo comenzaba, aunque muy tímidamente y siempre bajo la severa mirada de los exiliados, capaces de alterar el sentido de unas presidenciales, como ocurrió en el año 2000 durante la contienda que enfrentó a George W. Bush y Al Gore.

En 2001, las compañías estadounidenses comenzaban a vender productos alimenticios a la isla y los partidarios de una línea más suave veían renacer sus esperanzas. Bush se encargó de cortar esos sueños de raíz, declarando que Cuba era uno de los puestos avanzados de la tiranía. El régimen seguiría formando parte de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo elaborada por el Departamento de Estado de EE UU.

Pero la salida del poder de Fidel y el posterior advenimiento de una nueva administración demócrata en Washington caracterizada por su promesa de cambio abriría otro resquicio de luz en la tenebrosa historia entre ambos países. En 2009, Obama aligeraba la presión sobre Cuba y aprovechaba su paso por la Cumbre de las Américas celebrada en Trinidad y Tobago para prometer un nuevo comienzo en las relaciones con Cuba. Cinco años más tarde, anunciaba el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la isla, su decisión de mayor calado en política exterior.

Pocos rastros quedan ya de la retórica belicista de otros tiempos, rescatada tan solo por los legisladores que desean congraciarse con los núcleos más duros del exilio en tiempos de elecciones. Las acusaciones y amenazas han sido reemplazadas por el diálogo, que se ha traducido en medidas como el aumento de los visados de turismo concedidos a cubanos que posibilitó un récord de viajeros entre ambas naciones en 2013. Aunque todo esto Fidel lo ha visto ya desde el retiro.

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