Anotaciones sobre la pobreza
A los ricos no les gustan sus pobres, pero les gustan menos los pobres#que revientan las fronteras, porque presienten que un peligroso# animal está renunciando a vivir en su guarida
Desde los púlpitos de la opulencia, con la mirada fría y distante de quienes se saben a salvo de la ignominia del hambre, los ricos ... observan con ojos de buitres absueltos a la muchedumbre de los pobres de solemnidad. Los ven embutirse en las trituradoras humanas llamadas fronteras, con sus espaldas encorvadas como ganchos de colgar derrotas, con sus carnes desgarradas por las espinas de las vallas de la ignominia o nadando hacia ninguna parte en el mar del olvido. La capacidad de negación de los ricos es infinita. Hay ricos que expulsan a sus pobres a base de hambre y hay ricos que rechazan a estos pobres a base de miedo.
Está escrito en Mateo 19: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos». Tal vez sea éste el pasaje evangélico más comprometido para las iglesias cristianas. Por ello los exégetas, teólogos y hermeneutas se han retorcido el cerebro alegando que el camello no sería animal de joroba, sino soga o maroma, y que el ojo de la aguja no sería tal, sino puerta diminuta o desfiladero estrecho. En todo caso la inequívoca enseñanza de la parábola permanece intacta.
Con tal fundamento moral es milagroso que el cristianismo haya perdurado dos mil años y que tal perduración sea responsabilidad principal de los ricos, que se han procurado siempre reclinatorios de lujo en primera fila de las ceremonias, que han desfilado bajo palio, que han coleccionado las bulas de todas las indulgencias y han recibido de las autoridades eclesiásticas la bendición de sus privilegios. Una religión de pobres para el entretenimiento y la perduración de los ricos. No tardaron pontífices y prelados en colocarse como actores principales en el teatro de la riqueza. Hay una iglesia de pobres, siempre la hubo. Una iglesia que atiende al precepto evangélico y vive consagrada en la pobreza. Pero hay otra iglesia que ha convertido los camellos en hormigas y ha agrandado hasta la obscenidad el ojo de la aguja. Hay arzobispos convertidos en especuladores inmobiliarios incluso a costa del desahucio de religiosas comprometidas y hay arzobispos fieles al precepto evangélico que asumen la paternidad de los desvalidos.
Cuando a principios del siglo XIX comenzaron algunos estudiosos de la economía política a preocuparse por la dimensión social del desarrollo económico, aún sonaban poderosas voces afirmando que la riqueza era una señal del favor divino y que el propio Dios había dispuesto que hubiera pobreza para que la gente tuviera un incentivo para trabajar duro. En el Vaticano como en Canterbury se ocuparon en colocar los camellos en la cotización bursátil y construir agujas a medida de las nuevas conciencias. En la época en la que en Inglaterra se inventaron los 'asilos de pobres', el arzobispo de Dublín, Richard Whately, decía que él, «gracias a Dios», nunca daba una limosna a un mendigo. Los trabajadores eran tan pobres que andaban con las espaldas rotas, así que la economía de los ricos corría peligro. Davies Gilbert, presidente de la Royal Society, aseguraba que proporcionar instrucción a la clase trabajadora sería perjudicial para su moralidad y su felicidad y que les enseñaría a despreciar su destino en la vida, en vez de hacerlos buenos sirvientes.
Los pobres sin techo ni trabajo, sin salud ni educación, sin derechos ni consideración política o social, suelen ser productos pasivos de la decantación exclusiva de las leyes económicas. El sistema envenena de forma continuada las raíces del 'ser-humano-pobre' impidiéndoles crecer. Los pobres de solemnidad, a los que el Evangelio consagró como preferidos de Dios, tienen un agujero grande en el centro de su ser en el que puede terminar enterrada su vida. A los ricos no les gustan sus pobres, pero les gustan menos los pobres que revientan las fronteras, porque presienten que un peligroso animal está renunciando a vivir en su guarida, por eso pretenden descalificar aún más esa pobreza a la que ya no le queda ni aprecio ni cualidad para ser descalificada, y gritan que la pobreza es un vicio, una forma ventajosa de vivir fuera de la ley. Buena sería guerra, dicen algunos ricos, porque las guerras siempre dieron sentido al miedo de los pobres, amén de servir para aupar la cotización de los camellos en Bolsa y acelerar la fabricación de las agujas a medida.
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