Otra arrogancia fatal
Sería un error político considerar que a Vox solo lo votan ultras y populistas
Le tomo prestada la expresión a Hayek para sostener que representaría una arrogancia fatal despacharse las recientes elecciones en Estados Unidos simplemente con el tranquilizador ... alivio que produce despertarse de una pesadilla. La victoria de Biden sobre Trump nos estaría confirmando que lo que ocurrió durante los últimos cuatro años, en y desde la Casa Blanca, se trataba exclusivamente de una anomalía -una especie de aborto político- que el propio devenir de la historia ha subsanado, volviendo las aguas a su cauce; ése que conforman unas instituciones respetables y un orden marcado por el respeto de los principios básicos de la democracia.
Resultaría políticamente temerario, en definitiva, confundir a Trump con sus votantes y proyectar sobre ellos la enorme cantidad de improperios a los que aquél se ha hecho acreedor con su esperpéntica manera de hacer política. Más de 73 millones de votos merecen atención e interpelan a quienquiera que se acerque al resultado de estas elecciones. Porque no me creo que los supremecistas blancos, los racistas, los dueños de las grandes corporaciones, los defensores de las armas, los cristianos fundamentalistas y los iletrados políticos sumen tanto.
Lo malo (y lo bueno, tal vez) de unos comicios es que poseen un significado binario y elemental. Pero no todas las papeletas que eligieron a Biden querían expresar lo mismo, y, por supuesto, tampoco era así con Trump. Esto obliga a una tarea de interpretación del voto que requiere, sin duda, un análisis social. Tiene sentido, por tanto, intentar descubrir la diversidad de motivaciones electorales que configuran la 'constelación' Trump, ese conjunto de sensibilidades políticas y morales que hay tras más de 73 millones de votos.
Es importante no mirar por encima del hombro a los votantes del ya casi expresidente. Sin duda, entre sus votantes los hay que poseen muy poca cultura democrática y que, como Trump, valoran muy poco las instituciones y los principios liberales. Sin embargo, parece más provechoso para la democracia descubrir cómo un personaje tan estrafalario como Trump es capaz de concitar el apoyo de una mayoría de votantes con, en principio, la misma cultura democrática de sus rivales electorales.
Si aceptamos esto, parte de la respuesta quizá venga del descontento en un amplio sector de la sociedad no sólo con algunas políticas de Barak Obama -del que Biden fue vicepresidente- sino con los derroteros de la izquierda liberal. En su último libro, el filósofo Michael J. Sandel pone el dedo en una de las llagas: el menosprecio que, a su juicio, la clase trabajadora con menos ingresos ha experimentado por parte de las élites universitarias que dirigen el país desde hace más de cuarenta años. A esta hipótesis, añado yo otra. Me refiero a la radicalización de la izquierda intelectual y política en todo lo que guarda relación con las identidades y a su menosprecio de valores como la vida y la familia.
En mi opinión, los liberales de izquierda vienen llevando a cabo durante los últimos cincuenta años un profundo proceso de deconstrucción social, que ha acabado por atragantarse a un sector, si no mayoritario al menos significativo, de la sociedad. A la sombra de grandes y loables conquistas sociales y políticas, que, en último término miran a la eliminación de desigualdades y discriminaciones de distinto tipo, se han añadido otras cuestiones de alto calado moral y social, como son el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, el 'pack' LGTBI o el desprecio de la dimensión religiosa de la persona.
Por supuesto, los liberales progresistas -y quien quiera- tienen todo el derecho del mundo a promover estas causas. Lo que quizá molesta a un importante sector de la población -y lo penaliza cuando puede- es que los poderes públicos hayan hecho propias y 'oficiales' cuestiones ideológicas que no deberían impregnar el sistema educativo ni muchas políticas sanitarias y sociales. Esta 'oficialización' también simbólica de ciertas posiciones ideológicas expulsa del sistema a quienes no las comparten; o, al menos, así se sienten considerados los perdedores de la contienda ideológica: rechazados por el sistema y el establishment.
Por supuesto, Trump ha sabido, como nadie y de la peor manera imaginable, azuzar la división en el país. Pero no haríamos bien en responsabilizarle sólo a él de la división existente en el electorado ni en considerar como extremistas sólo a sus votantes. El Partido Demócrata -y otros muchos actores sociales, como los medios, en primer lugar- deberían preguntarse si, en las últimas décadas, la constelación liberal no ha interiorizado como propio algo que tiene mucho de extremismo ideológico y si no ha ocurrido que su identidad de izquierda ha basculado desde las cuestiones sociales a las culturales y morales.
Todo esto tiene una traducción española. Supongo que la extrema derecha que vota, vota a Vox. Pero sería un error político -y una arrogancia fatal- considerar que al partido de Vox sólo le votan ultras y populistas. Disponer de herramientas más sofisticadas y capaces de percibir los matices a la hora de interpretar los sentimientos de los votantes y de hablar de ellos, en Estados Unidos y en cualquier otro lugar, representaría seguramente una buena forma de mitigar la polarización política.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión