Cimavilla: signo, huella y memoria
Cimavilla siempre ha sido una confusión muy hermosa de mar, calles y rincones desvariantes. De quilombos nublados con humo Cámel, música y licor (sobre todo ... de menta), con los farolillos rojos del amor cabrilleando por algunas esquinas de sus estrechas rúas. De Nazarenos morados y Vírgenes de capilla, vela y rezo: una, llena de un luto Soledad; otra, Madre blanca del Remedio con niño recamado en oros. De palacios con candelabros apagados; del tropel de cigarreras azules, que laboraban los famosos farias de Gijón y el tabaco negro de cuarterón para liar con librito. Y la casa, de largo corredor, del chino trabajando como un chino el arte de farolillos, serpentinas y guirnaldas de colores para fiestas, carnavales, saraos y espumillones de nochevieja. Cimavilla de ilustres jovellanistas y jovellarianos, reunidos en la casa ennoblecida del prócer gijones Gaspar Melchor.
Y claro, Cimavilla eran sus mujeres de la paxa cantando el ¡qué reblinquen! por la ciudad. Y Rambal desmelenado, medias platino, todo rímel y ojos muy pintados cantando 'La Zarza Mora', en las fiestas del barrio. Y la Tarabica, Flora la Lora, la Gala, la Mona, Chelo la Mulata, Julianón el sacristán...
O sea, el 'Retablo del Mar' de Sebastián Miranda: todo aquel mujerío y lobomarinismo salado y sucesivo que la mar, zócalo de Cimavilla, ponía en el vivir con cada golpe de agua. Pero, ¡ay!, aquellos nocturnos de guitarra y baile, en la Cabaña de Víctor, aquellas noches altísimas de fugas amorosas hasta la amanecida, que hacían épico, exótico, sociable y cohabitable este barrio playu, los nordestes de nuestra vida y de nuestra muerte se los llevo.
Sí, Cimavilla tenía el aliento de su pequeño puerto pesquero, y un clima, una atmósfera, una carga de vida muy distinta a la del resto de los barrios de Gijón. Desde aquí se oyen y se ven de otra manera los golpes de tos de la mar, las galernas de la noche, las luces pesqueras de la bahía.
Aquí venían las mocedades a estrenar su virginidad, ese venial pecado que algunos tenían muchas veces que (y nunca mejor empleada la palabra) purgar. También otros -lejos de la colcha matrimonial- hacían fugas amorosas a Cimavilla para disfrutar la resurrección de la carne. Más allá estaba la ciudad con sus palmeras, Bancos, mercerías, tranvías, autobuses, paraguas... Pero esa es otra historia.
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