Una cultura sin sentido
Nuestra elevada exigencia ética en el diseño de la sociedad convive con una imagen muy poco integrada del ser humano, lo que ayuda poco o nada a orientarse en la vida y a ser aceptablemente feliz
El mes de agosto es buen momento para abordar cuestiones no tan actuales pero que merecen atención. En enero, la Sociedad Española de Pediatría emitió ... un comunicado haciéndose eco de los efectos que la pandemia había tenido en niños y jóvenes. Lo peor de todo es que tales problemas, aunque los agudizó la pandemia, no los creó ella. Ya antes, se estimaba que el 30% de los menores en España habían presentado ideación suicida en algún momento, el 10% lo habían intentado y un 2% de forma seria, requiriendo atención médica. Se calcula que 18% de los menores se infligen autolesiones antes de los 18 años. En el grupo de edad entre los 15 y 29 años el suicidio es la segunda causa de muerte, solo superada por los tumores malignos. En Estados Unidos la situación es análoga y las Academias de Pediatría y Psiquiatría Infantil se refirieron en 2021 en términos de emergencia nacional a este incremento sostenido desde 2010 de problemas psicológicos en menores.
El suicidio juvenil representa en realidad la punta del iceberg de otros problemas mucho más frecuentes como depresiones, ansiedad, comportamientos obsesivos, trastornos bipolares, autolesiones, esquizofrenia, adicciones, etcétera. Los especialistas señalan algunos factores que pueden influir en esta situación, desde el consumo cada vez más temprano de drogas, alcohol, sexo y pornografía, hasta la falta de estabilidad familiar y la sobreprotección de los padres, pasando por el abuso de las pantallas y de las redes sociales.
A ese amasijo de causas no estaría de más añadir la influencia que puede tener en niños y jóvenes pertenecer a un medio cultural en el que la respuesta a la pregunta por el sentido se encuentra notoriamente ausente. Como es sabido, la propuesta que Viktor Frankl formuló tras su experiencia en los campos de concentración de Auschwitz y Dachau consistió en basar la terapia en el sentido que el sujeto otorga a su vida. Mi sospecha es que el apagón del sentido que ha sufrido Occidente también está operando en los problemas mentales presentes en nuestra sociedad y, por ende, también en los menores.
Este 'apagón' tampoco tiene una causa simple, pero se me ocurren dos que pueden ser relevantes: la potente agudización del proceso de secularización que arrastra Occidente desde hace siglos y la falta de una imagen coherente sobre el ser humano y sobre su destino. Conviene no confundirse, porque poseer en nuestras sociedades un elevado estándar ético -cultura de los derechos humanos, lucha contra las diversas formas de discriminación, responsabilidad por el futuro del planeta, etcétera- resulta compatible con que las preguntas por el sentido de la existencia estén sin resolver. La muerte de Dios preconizada por Nietzsche nos ha dejado a oscuras. Al fin y a la postre, luchar por un mundo mejor no proporciona sentido a la propia existencia, si el destino último de uno mismo y de la humanidad es la nada.
Por otra parte, nuestra elevada exigencia ética en el diseño de la sociedad convive con una imagen muy poco integrada del ser humano, lo que ayuda poco o nada a orientarse en la vida y a ser aceptablemente feliz. En nuestra civilización nos cuesta mucho aclararnos con demasiadas cosas: qué es un hombre y qué es una mujer, qué significa ser padre o madre, o ser hijo o hija, qué es y qué no es una familia, cuál es el papel de las emociones y de los afectos en nuestra vida y cuál es el de la razón, qué es en realidad querer a una persona, qué papel desempeña el trabajo en la vida, qué es la amistad, qué podemos esperar razonablemente de los demás, qué acceso a nuestra intimidad podemos permitir a otros, cuál es la diferencia entre ser buena persona y hacer el primo, cómo integrar el sexo en el propio proyecto afectivo, en qué nos asemejamos y nos diferenciamos de los animales, qué importancia tiene el cuerpo, por qué cosas merece la pena dar la vida y por cuáles no. Y, por supuesto, tampoco andamos sobrados de respuestas a los grandes interrogantes sobre el sufrimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte.
No es que nosotros seamos más torpes que nuestros antepasados. Quizá esté ocurriendo simplemente que la visión integrada del hombre que ofrecía el cristianismo y que se había articulado, iluminándolo, con el pensamiento grecorromano ha entrado en crisis y ha dejado de impregnar la cultura, de modo que nuestro medio cultural ha dejado de proporcionarnos respuestas a multitud de cuestiones. En todo caso, de lo que parecemos carecer es de una visión del hombre que articule coherentemente las diversas facetas de nuestra vida. La deconstrucción posmoderna de los grandes relatos nos ha dejado colgados de la brocha a la hora de proporcionar unidad a nuestra existencia. Ser auténticos, ser uno mismo, que es la gran aspiración por la que ha apostado nuestro sentido autorreferencial de la libertad, sirve de bien poco si no sabemos en qué consiste ser humano.
Ciertamente, los problemas psicológicos, que están haciendo estragos también en niños y adolescentes, no se suelen resolver solo dando respuesta a las preguntas por el sentido; y los especialistas y los responsables sanitarios tienen que hacer su trabajo. Pero también es verdad que una cultura que no responde a las preguntas por el sentido de la vida no es el mejor ecosistema para la salud mental.
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