Un derecho incongruente
Resulta incongruente que una civilización tan sensible como la nuestra al sufrimiento de los más débiles y aún al de cualquier ser vivo se cierre tan en banda a solucionar el drama de muchas mujeres sin privar de la vida a quienes aún no han nacido
Ha sido noticia la intervención médica para salvar la vida de un feto de nueve meses cuya madre había muerto de un disparo en la ... cabeza en un suceso todavía sin esclarecer. La salvación del feto produce verdadera alegría. Pero resulta inevitable acordarse del reciente aval otorgado por el Tribunal Constitucional a la llamada 'Ley de plazos' aprobada en 2010 por el Gobierno de Zapatero, que consagraba el aborto como un derecho absoluto de la mujer en las primeras catorce semanas de gestación, así como de la recién aprobada reforma de la misma ley. Por alguna incomprensible razón, en función de en qué momento de su desarrollo se encuentre el feto, su vida se encuentra completamente a merced de la voluntad materna.
Resulta sorprendente que una vida humana se encuentre tan a expensas de otra voluntad humana, en este caso su madre. Sorprende también la disociación cognitiva presente en nuestra sociedad, cuando a la cada vez mayor evidencia de que un feto es un ser humano le acompaña una mayor desprotección. Causa asombro que no se reconozca que la condición de embrión o de feto son simplemente estadios de desarrollo de un ser vivo que ya es humano, pues no es el grado de desarrollo lo que establece la especie de un animal (humano o no). Tampoco nos define como humanos nuestro nivel de autonomía vital. De hecho, la de un niño recién nacido no es que sea muy grande.
Uno de los eslóganes más conocidos del movimiento feminista es que lo personal es político. Con esta máxima, las pensadoras feministas han reclamado el pleno control sobre su propio cuerpo. Y es desde esta perspectiva desde la que se reivindica el aborto como un derecho absoluto de la mujer.
El reconocimiento de un derecho a abortar privatiza tal elección, lo que da a la voluntad materna una extraña singularidad jurídicaEl ser humano es el animal al que más le cuesta reconocer a un semejante. Con el aborto también se cumple esto
Frente a tal eslogan, quizá habría más bien que afirmar que lo privado tiene mucho de público porque lo que acontece en las esferas más privadas -en el propio domicilio o en la propia alcoba, incluso- alcanza trascendencia pública cuando nuestras acciones implican a otros.
Importantes decisiones personales de nuestra vida -casarse, por ejemplo- se encuentran sometidas al escrutinio público cuando afectan a los demás. En fin, cuando hay alteridad, lo privado deja de ser completamente privado.
Tal alteridad es la que se niega por completo en una ley de plazos para el aborto. En las primeras catorce semanas, la decisión materna obtiene una completa privatización, pues su decisión queda por completo exenta de justificación.
Esto que resultaría absolutamente legítimo si no hubiera un 'otro' concernido por su decisión, cambia radicalmente ante la existencia de otro ser humano. Lo asombroso es que la condición humana del feto o del embrión se relegue a las sombras del discurso y se confine en las neblinosas brumas de las creencias y de la elección personal. Alguien escribió que el ser humano es el animal al que más le cuesta reconocer a un semejante. Con el aborto también se cumple esto.
La progresiva desprotección del ser humano en su condición de embrión o de feto causa más perplejidad todavía si la comparamos con el creciente cuidado de los animales. La casualidad ha hecho coincidir la tramitación parlamentaria de la Ley de Bienestar Animal con el mencionado aval del Constitucional.
No deja de resultar hiriente comparar la exquisita sensibilidad legal que nuestra sociedad exhibe hacia los animales, con el 'borrado' social del 'nasciturus', desposeído incluso semánticamente de la condición de humano y, casi, de ser vivo. Tiene sentido que nos preocupemos del bienestar animal, pero el agravio comparativo resulta ofensivo.
Así, pues, la calificación del aborto como un derecho absoluto de la mujer casa mal con el 'ethos' social y jurídico del que se nutren los derechos fundamentales.
El reconocimiento de un derecho a abortar, al otorgar completa discrecionalidad a la madre en su decisión, privatiza por completo tal elección, lo que proporciona a la voluntad materna una extraña singularidad jurídica. El 'quiero' abortar materno se convierte en soberano, no responde ante nadie y no precisa ser razonado. Resulta incongruente que una civilización tan sensible como la nuestra al sufrimiento de los más débiles y aún al de cualquier ser vivo se cierre tan en banda a solucionar el drama de muchas mujeres sin privar de la vida a quienes aún no han nacido.
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