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Tiene todo el sentido del mundo, al acabar un pontificado, hacer su pertinente balance y valoración. Dentro de la misión común de cualquier Papa, cada ... uno de ellos se enfrenta con un momento histórico preciso y tiene, además, sus personales rasgos característicos y diferenciadores. Pero resulta difícil, al menos para mí, llevar a cabo una valoración de conjunto mínimamente solvente del pontificado de Francisco. Ciertamente hay algunas características que se manifiestan más claramente a primera vista, como su preocupación y compromiso con los pobres y con las personas que más sufren, a los que llamaba descartados; o su insistencia en la misericordia divina. Pero hay muchas otras expresiones (gobierno de la Iglesia, magisterio, etcétera) que superan mi capacidad de decir algo mínimamente significativo al respecto.
Por eso, en estas líneas deseo salir al paso del recurso quizás más fácil ante cualquier personaje público y en general ante cualquier tipo de realidad sobre la que nuestro conocimiento es limitado, consistente en a atribuirle etiquetas simplificadoras. Es reductivo, en mi opinión, encasillar al Papa a partir de etiquetas dicotómicas, que tanto nos gustan a todos y, por ende, a la opinión pública, del tipo conservador/progresista, capitalista/comunista, teólogo/pastor, etcétera, etcétera.
Desde mi punto de vista, una de las cuestiones más sorprendentes del pontificado de Francisco, curiosamente, no ha sido tanto lo que él ha hecho o ha dicho, cuanto que aquellos católicos que habitualmente han sido firmes defensores del papado no hayan tenido inconveniente en manifestar de modos a veces muy poco cristianos, en mi opinión, su rechazo a sus enseñanzas, a sus gestos o a su gobierno. Desde mi punto de vista, ésta ha sido una novedad dentro de la Iglesia católica. La figura del Papa se venía abordando ya desde hace mucho tiempo, dentro de ella, con los mismos criterios que la de cualquier líder político; es decir, en clave de crítica al poder. Sin embargo, eran muchos, quizás la mayoría, los católicos que no entraban a ese juego. Pero, como digo, mi percepción es que esto cambió con el pontificado de Francisco, generalizándose entre los católicos la barra libre para criticarle.
Como decía al comienzo de estas líneas, tiene todo el sentido del mundo hacer balance del pontificado de Francisco, pero convendría no perder de vista que, más allá de toda etiqueta, Francisco ha sido Papa; es decir, sucesor de aquel Pedro, a quien Jesucristo le pidió «apacienta mis ovejas». Su bendición 'urbi et orbi' el domingo de Pascua desde el balcón de la basílica de San Pedro, casi sin aliento y menos de veinticuatro horas antes de su fallecimiento, es quizás la imagen más elocuente de que ser Papa, esto es, padre común de todos los católicos, era lo que más profundamente se sentía y quería ser.
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