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Una de las alarmas que se han encendido en nuestras sociedades es la creciente desconfianza de los jóvenes en la democracia. No se trata tan ... sólo de desafección ciudadana. El problema es que los afectos a la política se posicionan cada vez más en contra suya y más a favor de las autocracias. Según una encuesta de Open Society Foundations publicada en septiembre de 2023, más de un tercio de los jóvenes de 18 a 35 años en el mundo están a favor de un régimen militar o de un líder autoritario. Una encuesta para 'El País' un año más tarde reflejaba que un 26% de los varones españoles entre 18 y 26 años admitía que en algunas ocasiones sería preferible un régimen autoritario a uno democrático. Seguramente, esto guarda relación con otro dato de esta encuesta: el 68,5% de los ciudadanos consideran que la democracia se está deteriorando.
No obstante, creo que estas percepciones tan negativas guardan relación con una incomprensión de cuáles son las condiciones reales en las que la política se puede llevar a cabo. O, si se prefiere, con la dificultad para identificar 'lo político' y distinguirlo de otras facetas de la acción humana con las que la acción política se cruza, que son, por cierto, todas. No me atrevo a realizar una apología en toda regla de los políticos, porque admito que su desempeño es manifiestamente mejorable; pero, como digo, los ciudadanos nos hacemos una idea muy distorsionada de cuáles son las condiciones en las que realmente hacen su trabajo. La acción política está preñada de tantas contradicciones que la convierten prácticamente en una misión imposible.
Ciertamente, y es la primera contradicción, la política apunta a una gran cuestión moral –construir una sociedad más justa y libre- y, sin embargo, nos da la impresión de que los líderes políticos pasan de ello. Nos escandaliza su lucha por el poder y la continua negociación de asuntos. Quizá no es bella ni sublime la ambición de poder ni lo es intercambiar bienes en una negociación política, como si fueran cromos; y ciertamente un político, para actuar con dignidad, debe mantener ciertas líneas rojas, pero ha de estar dispuesto a negociar muchas más cosas que las que admitimos negociar sus votantes.
También nos puede parecer contradictoria la grandeza de los fines que la política debería alcanzar con la mediocridad del juego político. Esto nos pone en la senda de una mejor comprensión de 'lo político'. Me refiero a que en ese juego casi nada es igual ni hay que medirlo, por tanto, mediante su referencia a los criterios de actuación que rigen fuera de él. Ni la transparencia, ni la sinceridad, ni la amistad, ni la bondad, ni el diálogo, ni los buenos sentimientos, ni la honestidad, ni la generosidad, juegan en la política como juegan en la vida personal y social. No digo que todas estas cuestiones deban estar ausentes en la política; lo que estoy diciendo es que operan de una manera muy distinta.
Lo que sostengo es que un buen político; o sea, uno que realmente esté en la política y no en el salón de su casa, debe ser ambicioso, poco generoso con sus compañeros de viaje, debe manejar ciertas dosis de cinismo, debe defraudar ciertas expectativas, debe estar dispuesto a utilizar un grado de dureza de la que no debe servirse en sus ámbitos personales, debe negociar asuntos que a muchos nos resultan innegociables, debe callar ciertas informaciones, etcétera, etcétera. Y a todo ello ha de añadir la conquista del voto. Eso es hacer política y a todo eso debe prestarse el político. No todo vale en la política, desde luego, pero sí valen cosas que no son de recibo en otros ámbitos.
Los discursos moralizantes que ponen el grito en el cielo al advertirlo y que echan tantas pestes de Maquiavelo no se dan cuenta de que la política no sólo es así (lo cual resulta obvio), sino que no puede ser de otra manera. Nunca lo ha sido y nunca lo va a ser. Aunque la política exige cierta coherencia e integridad moral y aunque no todo vale en ella, es preciso que a quien se dedica a ella le guste pisar el barro y hacer equilibrios sobre el alambre. Quizá esto no genere personajes excelsos, pero es que quizás no hace mucha falta que los políticos lo sean.
Lo que estoy intentando argumentar con mayor o menor fortuna es que, siendo obligación de los políticos atender a la justicia y al bien común, en su ejecución han de incurrir en la contradicción de participar de un juego aparentemente sucio. Nuestra indignación con los políticos puede estar justificada, pero no lo está tanto nuestro escándalo ante el juego político. A veces se ha dicho que la política es el arte de lo posible; quizá fuera más acertado afirmar que en realidad es el arte de lo imposible. Y por eso mismo deberíamos más reconocimiento a quienes se dedican a ella. Entender el maquiavelismo de la política quizá sea una buena vacuna frente a la desafección política.
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