Votar a pesar de todo
En la medida en que la abstención es fruto del desengaño, revela no haber aceptado adecuadamente los límites de la política
Según los datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE), la abstención en las elecciones municipales de 2019 en España fue del 35,08%. En ... las generales de noviembre de ese mismo año (en abril se habían celebrado otras generales), la abstención fue del 33,77%. La abstención en los comicios generales en España se ha movido históricamente en la horquilla entre el 20 y el 30%. Parece que la abstención va a más. Es importante tener en cuenta que la participación en elecciones en España ha ido disminuyendo en las últimas décadas y la abstención se ha convertido en un problema preocupante para la democracia.
La abstención, en teoría, podría significar al menos dos cosas: que los ciudadanos están tan contentos con la forma en que los representantes políticos resuelven los problemas, que podemos despreocuparnos y no ir a votar; o, todo lo contrario, que haya tan poca fe en el poder del voto y que haya tanta gente harta de la política, que considere que no le merece la pena votar. Es razonable pensar que más bien ocurre lo segundo. Intentaré a continuación argumentar que, a pesar de todo, votar importa.
Lo de 'a pesar de todo' alude a que, efectivamente, antes de depositar la papeleta el votante puede necesitar superar bastantes barreras interiores. Una de ellas podríamos llamarla falta de ejemplaridad de los políticos. Y no sólo por la abundancia de casos de corrupción, sino por sus modales y por otros vicios en los que incurren con excesiva frecuencia: falta de respeto a los adversarios y a la inteligencia de los votantes, búsqueda permanente del enfrentamiento, apegamiento al cargo, prebendas y beneficios más o menos espurios que algunos obtienen. Todavía podemos quejarnos más y sostener que entre los políticos abundan la superficialidad, la frivolidad, la incompetencia, el sectarismo, el recurso a la mentira y el engaño, el cortoplacismo, la ambición de poder, etcétera. Pero, más allá de todo y peor que todo ello, la barrera más fuerte es la sensación de que la política no sirve para nada.
Se me ocurren unas cuantas respuestas a tales objeciones. La más discutible quizá sea que la realidad no es tan así como la percibimos, que, en general, los políticos se ocupan de los problemas que nos preocupan, y que tales vicios no son tan extensos como nos los figuramos. Como digo, esta respuesta a algunos no les resultará muy convincente. Por eso, conviene apelar a otras de más peso. Y existe una bastante elemental pero contundentemente cierta: que los representantes políticos sí que nos representan. Esto no quiere decir necesariamente que sean un espejo fiel de cómo somos la mayoría de los ciudadanos. Pero es que la representación política no va de eso. La verdad rotunda es que sí que son nuestros representantes; más exactamente, son nuestros únicos representantes, son esas personas a las que elegimos para gestionar la máxima expresión de nuestro poder político: el voto de representación.
Esto significa, ni más ni menos, que la única manera de resolver los problemas que como sociedad tenemos pasa a través suyo, nos guste o no nos guste. Y, paradójicamente, la única forma de cambiar aquello que no nos gusta -también en el juego electoral- es votando. Y, precisamente, porque sólo votando se entiende la gente, hemos de acudir a ellos. Quizá ocurra también que, debido precisamente a la delegación que en ellos hacemos de nuestra mayor cuota de poder político, su comportamiento nos resulta especialmente frustrante. Pero quizá los adultos también -no sólo los menores, como se repite ahora- debemos gestionar mejor la frustración, y un buen ámbito en el que hacerlo es el de la política. No constituye un comportamiento muy maduro -al menos, políticamente hablando- dejar de votar por enfado o despecho.
Deberíamos haber interiorizado que la política da para lo que da a la hora de resolver los problemas y que no es su misión -ni está en sus manos- resolverlo todo. Aun así, las soluciones acaban pasando, de una manera u otra, por la política. En la medida en que la abstención es fruto del desengaño, revela no haber aceptado adecuadamente los límites de la política; es decir, haberla idealizado y no haber tenido suficientemente en cuenta que los problemas no admiten, por lo general, una buena solución, y que, más que un gran arreglo definitivo tales problemas sólo encontrarán ciertos arreglos para salir del paso.
Los atenienses de hace veinticinco siglos se tenían a sí mismos por los más civilizados de Grecia porque eran una democracia y podían votar. Eran libres y eso significaba, sobre todo, que podían participar en las decisiones políticas. Detrás de la actual desafección ciudadana hay mucha ansia de satisfacción consumista. Valoramos mucho la democracia por los derechos que podemos exigir, y poco por el compromiso que conlleva. Votemos, al menos. Hagámoslo, aunque ninguna opción política nos satisfaga por completo. Sería trágico que tuviéramos que valorar algún día la democracia por haberla perdido.
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