La huida
La pesadilla talibán y su amenaza a cualquier libertad viene a recordarnos que, a pesar de nuestros deseos de huir, vivimos en un país que figura en los mapas en los que se señalan los paraísos a los que se sueña con escapar
Viendo la desesperación de los habitantes de Kabul por salir de su país (la imagen de una persona cayendo del avión en cuyo tren de ... aterrizaje pretendía escapar ya tiene todas las papeletas para quedarse tatuada en nuestra retina, como lo hicieron hace años aquellos puntitos que pensábamos que eran papeles y eran personas que optaban por arrojarse al vacío en el atentado de las Torres Gemelas), parece frívolo hablar de ese deseo de huir nuestro de casi cada día.
Y sin embargo existe, y cada vez más fuerte. Llega un momento en que a pesar de todos los esfuerzos por tolerar, entender y empatizar, el hastío se impone. Da igual que haya buena voluntad, que se acuda a los grandes principios para admitir que están por encima de las fruslerías de la convivencia. A veces no basta, porque en la balanza pesa más la ramplonería, la impúdica exhibición de la ignorancia, el desprecio por la inteligencia (no solo por la propia, claro, que queda en evidencia: también por la ajena a la que se insulta sistemáticamente), la polarización, esa llamada permanente al enfrentamiento, las mentiras disfrazadas de información. Y todo eso por no hablar de las simples miserias, del modo en que para desmentir a los más optimistas estamos saliendo de lo que sea que salgamos si salimos: nada de mucho mejores, desde luego.
Y entonces, el único pensamiento que nos alienta es el deseo de huir, que siempre está ahí como recurso: cuando no hay ya fuerzas para plantar batalla a todo lo que resulta intolerable, siempre está la posibilidad de escapar. Últimamente, la dichosa globalización, ese invento del maligno que nos ha dejado sin islas para naufragar, está haciendo tan difícil refugiarnos en el seductor pensamiento de la huida, que hemos reparado en la enorme región de Los Adentros como territorio seguro para la fuga. Se trata de ese lugar impreciso con fronteras invisibles que solo dependen de nosotros, con derecho de admisión: aquí solo entra quien nosotros consideremos digno de entrar, y solo tienen cabida las intenciones, las palabras que elijamos, los libros, las canciones, las historias, la belleza, la buena gente. En este país denominado Los Adentros no hay espacio para ese galimatías de insultos y desdenes, para la agresión y el desprecio. Tiene la extensión que decidamos porque es nuestro, y las únicas leyes que rigen en él las ponemos nosotros. Y aunque para algunos, lo único que ocurre es que tenemos algún síndrome de no sé qué cabaña, o vivimos encuevados, lo que sucede es que hemos decidido mudarnos a Los Adentros, huir sin movernos, desconectar en lo profundo aunque aparentemente sigamos en el mismo sitio.
Pero a veces sucede algo, y la pesadilla talibán con su amenaza a cualquier libertad y su desprecio sistemático por la vida, viene a recordarnos que a pesar de nuestros deseos de huir, nuestro malestar y la revoltura que nos suscitan declaraciones patrias, actitudes enfrentadas y variadas miserias, vivimos en un país que figura en los mapas en los que se señalan los paraísos, a los que se sueña con escapar, porque a veces (y esto conviene no perderlo de vista) no basta con refugiarse en Los Adentros. También hay que tener libertad para hacerlo.
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