Inventario de los ruidos del silencio
Resulta que en los pueblos hay ruidos que en una pantalla no parecen importantes. Y olores inesperados
Tal vez sea por la omnipresencia de las pantallas y nuestra percepción del mundo a través de ellas, paisajes remotos, situaciones inverosímiles que nuestra falta ... de arrojo o nuestra imposibilidad nunca nos permitiría vivir, están permanentemente delante de los ojos. Todo es sencillo en una pantalla. Todo es posible.
Este tiempo de reclusión, de confinamientos, unido a otras circunstancias más estructurales, ha desatado la urgencia de reencontrarse con 'lo rural' y se está produciendo un retorno a los pueblos, a veces como refugio temporal de la vida en la ciudad y otras como decisión de un cambio en toda regla. Los días de encierro convirtieron la vida en el campo en el paradigma de la libertad, de la vuelta a la naturaleza, de la sencillez. Tan bonito todo. Los pueblos se convirtieron en postales, en imágenes adorables en una pantalla, y todo fueron suspiros. Solo nos valíamos del sentido de la vista para crear, nostalgia y deseo mediante, una fantasía como refugio.
El problema viene cuando por fin, con carácter transitorio o (mucho peor) permanente, se da el paso. Porque entran en juego otros sentidos: y resulta que en los pueblos hay ruidos que en una pantalla no parecen importantes, pero resultan insoportables cuando los gallos que cantan, las gallinas que cacarean, las campanas o cualquier otra alteración del silencio impide ese sueño que parecía mágico, lejos del martirio del tráfico y los mil ruidos de las ciudades. Y huele, claro. Hay olores inesperados, además de las flores, porque los animales comparten espacio y porque los cerdos, y porque las vacas. Quién nos lo iba a decir.
Hace unos meses, en Francia, se aprobó una ley destinada a proteger como patrimonio sensorial los sonidos y olores rurales. Si no fuera porque en pueblos asturianos mismamente también lo hemos visto, nos resultaría increíble: se habían producido conflictos entre quienes vivían su vida y su trabajo de siempre y quienes acudían a disfrutar de la vida rural, pero olvidaban que nuestra percepción del mundo no llega solo a través de una bonita postal: los ruidos y los olores, la lluvia y el sol, el viento y el frío no se quedan al otro lado de la pantalla. Inexplicablemente ha sido necesario inventariar todos aquellos sonidos, todos los olores que constituyen ese patrimonio que perciben los sentidos y que hacen que los pueblos sean lo que en efecto son. Y todas esas idílicas sensaciones que construirán nuestra memoria: las lilas bordeando el camino, la hierba recién cortada, la tierra después de la tormenta, las campanas sonando en la tarde, los grillos y las chicharras, y los tomates que saben a tomates, y los huevos de las gallinas que son verdad, todo eso con lo que nos llenamos la boca cuando proclamamos con la nostalgia del paraíso perdido la vida rural, tienen ese otro contrapunto que a más de uno le resulta, qué cosas, insoportablemente molesto.
Hace algunos años me impresionó la respuesta de un sicario adolescente cuando le preguntaban por su primer asesinato: lo que más le había impresionado, dijo, había sido el olor de la sangre. En los millones de asesinatos que había visto en películas y videojuegos la sangre salpicaba salvajemente, pero no olía.
Para lo bueno y para lo malo, el mundo de verdad está fuera de una pantalla. Y, aunque a veces se nos olvide, disponemos de varios sentidos para percibirlo, disfrutarlo o padecerlo, en su conjunto.
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