Sin golondrinas
Esta primavera, de cielo anubarrado y sin golondrinas, cada vez se asemeja más a la tristeza de los lunes. Negritas y vivarachas (como las llama ... Jun Ramón Jiménez) las golondrinas parece que se han perdido. Voy por los viejos atajos a las aldeas vecinas de Gijón. Y también hacia las traseras y extrarradios de la ciudad por donde siempre hay alguna fuente con un grifo mal cerrado y barro en su entorno. Barro fino en el que las golondrinas amasan bolitas para hacer con él sus nidos. Y no están. No oigo su rizado gorjeo puestas en fila en los alambres de la luz. Ni se las ve entrar y salir de sus nidos (siempre respetados) de los aleros de las casas. Ni contemplo su vuelo raso, sin tregua, por sobre el Piles y bajo sus puentes.
Mi abuela, siempre me decía que las golondrinas venían por San José. Que llegaban desde África por la mar posadas en los palos más alto de los barcos, o flotando en el agua teniendo el ala como vela. Que llegaban a sus nidos de siempre, y que, después de curiosearlo todo, tomaban las calles más rectas rasgando el aire, una y otra vez, con ese adornito suyo de ida y vuelta en una especie de patinaje de altura. Sí, las golondrinas son la lucha de la fe. Van y vienen y vuelven siempre. Son, como dice Ramón Gómez de la Serna «segadoras incansables del trigo azul del cielo». Sin embargo, hay que decirlo, cada año llegan más tarde. ¿Qué presentimiento significa este retraso? Tal vez su demora pudiera ser un aviso de tiempos malos. Pero, por otra parte, ellas son siempre un signo salvador. Tiñen de ilusión la vida y animan y nos animan a ascender a lo más alto, a tirar para adelante, a dar un salto más allá. En medio de la gran farsa que se representa aquí abajo necesitamos el decorado de las golondrinas. Por eso, golondrinas de Bécquer, ¡volver! Y ojalá que llevéis en el pico los gusanos de tanta muerte y desolación. Por eso, cuando os vuelva a ver, será como cerciorarme de que el mundo marcha, y de que, por encima de todo, hay que seguir viviendo y tener esperanza.
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