La peste de la resignación
Ante la muerte diaria de cientos de ancianos por covid se ha propagado una indiferencia y una resignación muy injustas, muy crueles y muy peligrosas
La dignidad de una vida es la dignidad de todas las vidas. La muerte, sin embargo, no tiene sentido, nunca tiene sentido. Es una realidad ... trágica y las lágrimas derramadas por ella son abstracciones irónicas que deberían referirse más al momento elegido por el azar para esa finitud que al hecho en sí de la muerte, que se nos presenta como inevitable. Llevamos meses conviviendo a diario con la trágica noticia de cientos de muertes sobre las que albergamos la sospecha de que, al menos en gran parte, pudieran haber sido evitadas. Nuestra forma de convivir y relacionarnos, nuestro sistema económico con sus prioridades mal definidas, la vivencia inconsciente de la eternidad, nuestra negligencia y el abandono que nuestra sociedad viene practicando hacia la gente mayor pudieran estar entre las causas principales de esta tragedia. Las culpas están repartidas y no deben enfocarse únicamente hacia el maldito virus, que, por supuesto, es la causa primera y más visible.
Los muertos no son de nadie, no escuchan a nadie, no lloran por nadie. Pero en ocasiones, los vivos, miserablemente, nos apropiamos de la voluntad de los muertos, predicamos en su nombre y, apelando a su memoria, guerreamos, justificamos, y condenamos, y pontificamos. Hay quien, desde las tribunas de la representación se atreve a acusar a otros de traicionar a los muertos, creyéndose en posesión del monopolio de la correcta interpretación de la voluntad de esos muertos, de los que habla como si fueran suyos, y se erige así en sacerdote supremo que determina el sentido de cada muerte, y lo hace frente a las acciones o actitudes de quienes simplemente pretenden analizar los errores, determinar las carencias, procurar un nuevo sistema de sanidad pública suficientemente blindado contra las especulaciones presupuestarias o proponer una nueva manera de entender la atención a los ancianos en las miles de residencias, públicas y privadas que garantice una vida digna a quienes tanto trabajaron y tanto hicieron por nuestra sociedad.
Ninguna de estas muertes ha tenido sentido. Ante la muerte por coronavirus cada día de cientos de ancianos se está propagando en nuestra sociedad una indiferencia y una resignación muy injustas, muy crueles y muy peligrosas. Muchos ancianos han muerto solos, siguen muriendo solos, y siguen haciéndolo porque en el sistema que sostenemos (y que debía protegerlos) hubo escasez de recursos para ellos y para su cuidado, demasiados olvidos, falta de previsión y un sentimiento de resignación social intolerable. No tienen sentido estas muertes, y no lo tienen nos pongamos como nos pongamos quienes aún seguimos vivos nadando apurados en esta torrentera de aguas inquietas que es la democracia.
Nuestra sociedad se ha visto privada, prematuramente y de forma violenta, de miles de vidas humanas que tenían algo en común: querían y merecían seguir viviendo. Cada uno tenía una voz, una idea del mundo, una pasión o una pena, una esperanza. Y nadie puede proclamarse como representante de las voluntades muertas. Nuestra sociedad democrática (nacida a pesar, con y a causa del error y el desorden) debe trabajar para evitar la indignidad en el trato a nuestros mayores y debe hacerlo desde la sensatez de la ley, desde la madurez de la experiencia y desde la inteligencia democrática, nunca desde la burda venganza, desde el desordenado instinto, desde el populismo altisonante y rancio o desde la palabrería inútil.
Las terribles consecuencias sanitarias, sociales y económicas que ha provocado esta crisis universal han acrecentado el desorden y propagado la incertidumbre. También se han visto bloqueados en ocasiones los dispositivos organizadores, y se han desarrollado de forma desmesurada rígidas coacciones, cuando no especulaciones abyectas, y las diferencias se han transformado en oposiciones y los complementos en antagonismos, y los mensajes populistas se han propagado como la peor de las pestes. Se escuchan muchos gritos, muchos golpes de pecho, pero ninguna propuesta para modificar el fracasado sistema actual de atención y cuidado a nuestros ancianos.
Quizá la Historia nos esté repartiendo, una vez más, las cartas. El juego de nuestra vida colectiva puede comenzar de nuevo con otras reglas y con otros azares. Que se aparten de la mesa quienes no crean en la escalera de color. Que huyan quienes prefieran cartas marcadas. Que callen los agoreros. En esta partida estaremos todos los vivos de buena voluntad. Los muertos (desgraciadamente) no podrán estar, ni tampoco sus representantes, porque los muertos ya no necesitan representantes.
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