Tirano algoritmo
No se le conoce biografía, currículum, méritos académicos, pero tiene en sus manos que nuestras elecciones diarias en cualquier materia escoren hacia un lado u otro
Por lo que sea, siempre hemos recurrido a la existencia de seres superiores invisibles e impalpables, cuyas inexorables decisiones nos dejaban inermes. Así, Dios, o ... el Destino, o el sistema, o los mercados que eran igual de etéreos e intocables y en los últimos tiempos algo tan inaprensible como demoledor: el algoritmo.
Igual que el destino o los mercados, o el sistema, o como lo fue y lo es para los creyentes el mismo Dios, el algoritmo carece de rostro, de entidad, pero su definitiva influencia, cercana a lo dictatorial, condiciona cada uno de nuestros actos y nuestras decisiones. Nadie sabe qué es exactamente, qué forma tiene, si son miles de personas trabajando como esclavos, analizando datos y sacando conclusiones, o máquinas cuya composición se escapa a nuestro control. Es el Algoritmo a quien nadie vota pero nos gobierna, desconocemos todo de él, pero dejamos que nos aconseje en cuestiones de salud, de gustos musicales, de rutas por donde conducir, de desajustes psicológicos; es invisible, pero está presente en cada una de las decisiones grandes o pequeñas que tomamos cada día; no se le conoce biografía, currículum, méritos académicos, pero tiene en sus manos que nuestras elecciones diarias en cualquier materia escoren hacia un lado u otro.
A mí la inteligencia artificial no me condiciona, protestarán ustedes con energía. Yo vivo al margen de los algoritmos, esgrimirán algunos convencidos incluso de ello. Pues malas noticias, amigos. Salvo que viva usted en mitad de un bosque, o en una cueva ajeno por completo a la civilización, las leyes y todo lo que comporta habitar este siglo XXI, me temo que escaparse del algoritmo es una tarea casi imposible. Todo lo que hacemos, nuestras más pequeñas decisiones están marcadas por él: que cuando abre sus redes le aparezcan unos contenidos y no otros, el itinerario de nuestros viajes, dónde comer o qué ver, las previsiones, las películas que vemos, los libros que leemos, las músicas que escuchamos, nuestra propia imagen, la ropa que llevamos, la evolución de nuestro pensamiento político (o la tendencia a que este desaparezca), todo lo decide alguien inconcreto e invisible: el Algoritmo.
Y sí, la rebeldía es posible, pero hay que ser consciente de que cuanto más intensa sea, más posibilidades de vernos excluidos de conversaciones, éxitos, y relación social y más riesgo de convertirnos en una especie de proscritos. Mientras se discute en las altas esferas quién vigila a la inteligencia artificial, es muy poco el margen que nos queda, esos microespacios libres de la tiranía algorítmica.
Aun así, no está mal esforzarnos en mantenerlos: desconectarnos de vez en cuando, buscar la forma de apagar las recomendaciones, refugiarnos en el papel y en lo analógico aunque sea a ratos y aunque sea como forma de resistencia, exigir como ciudadanos el control de esta especie de sindiós digital, pelear por leyes que protejan privacidad y que castiguen de verdad la intoxicación, la mentira, el insulto, la agresión. Practicar de vez en cuando el arte de perdernos sin gps, y experimentar, por un rato, la aventura de pensar sin repetir pensamientos escuchados machaconamente en podcasts verborreicos y sabihondos, Desempolvar viejos vinilos y encontrar consuelo en las páginas gastadas de los libros que amamos. Hablar, sin pantallas por el medio. ¿Que es un empeño inútil que solo puede conducir a la melancolía? Pues seguramente. Pero solo en esos espacios que le conquistamos a la tiranía que lo abarca todo, que lo promueve todo, que lo prescribe todo, que obliga a todo con la sutileza perversa de dejarnos creer que son nuestras propias decisiones, solo en esas parcelas diminutas se oculta, como un tesoro accesible únicamente a quien tiene el mapa del secreto, la belleza. La de verdad.
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