Una montaña de toallas
Ese es el símbolo de nuestros días. No las tecnologías, los viajes interestelares, la dichosa corrección mal entendida o las apariencias, sino el brazo bajado, la mano abierta y la toalla cayendo
Tirar la toalla. Dejar caer el brazo y abrir la mano para que el paño caiga. Para que la lona o el suelo sean su ... lugar. Una toalla, es curioso esto, que siempre imagino blanca y mullida, gordita, sin bolas y sin ninguna hebra deshilachada. Perfecta. Y con un olor agradable. ¿Lavanda? ¿Vainilla? ¿Colonia infantil? Nada que ver con una pieza sudorosa, ajada y roída por el paso incesante de las estaciones. Tampoco con un lienzo áspero, sucio y lleno de zurcidos.
¿Tienen alguna toalla así? Me refiero a la zurcida. Por cierto, qué palabra más hermosa es esta de zurcir y qué poco se utiliza. Me doy cuenta, lo sé, de que, últimamente, en muchos de los artículos que comparto con ustedes también les recomiendo palabras. Deformación profesional, supongo.
Como les decía, ¿tienen toallas zurcidas? Sí, imagino que sí. El Mercado nos colma la vida de paños rasgados que debemos remendar, mientras sonríe porque no somos poseedores del hilo con el que hacerlo. Algunos son simples rasguños; otros, agujeros enormes. Todos las tenemos, ¿verdad? Digo las toallas zurcidas -no el hilo, claro-, aunque no las vemos de tal modo. Oh, no. No lo hacemos. La mayor parte de las veces lo que vemos en su lugar es una tela impecable porque, al fin y al cabo, esa toalla es más que una toalla. Esa toalla son nuestros días. Los pasados y los presentes. También los futuros. Y nuestros deseos. Cumplidos y desechados. Desechar deseos es una práctica habitual. Más de lo que cabría suponer. Si uno se convence de que ese deseo no es querido, el deseo desaparece y su necesidad de realización también. Simple y pura supervivencia.
¿Saben que también se puede decir toballa? Es una reliquia lingüística, pero la RAE recoge la palabra. Y yo pienso que es un ardid del destino para que todos sin excepción, incluso los que se salen del común hablar, igual puedan lanzar a tierra sus telas de rizo. Que nadie se quede sin la oportunidad de abandonar.
Si cierro los ojos -prueben a hacerlo, ya verán-, puedo ver montañas enteras de toallas. Telas que en mi mente siempre son blancas e inmaculadas, como si nunca se hubiesen usado. Es uno de los mayores engaños que practica mi pensamiento y aunque soy consciente de él, aunque sé que esas toallas están bañadas por las lágrimas de incontables sueños perdidos y vidas rotas, dejo que continúen blancas y puras. Lo hago... ¿Por qué lo hago? Tal vez porque si algo está sin usar, todavía se puede usar. Porque si algo está limpio, todavía se puede ensuciar. Porque si una toalla es bonita, mullida, agradable al tacto, de buen olor, es más difícil dejarla caer. Cuesta más abrir la mano y arrojarla a la lona, aunque el mundo y sus quiebros, aunque el mundo y sus habitantes se empeñen en hacer crecer esa montaña y convertirla en un símbolo de este tiempo. Una montaña desde la que muchos, cada vez más, deciden lanzarse al vacío. Abandonar de forma literal. Luego nos preguntamos por qué; por qué se arrojan; por qué renuncian, cuando la respuesta está en esa misma montaña
Ese es el símbolo de nuestro hoy. No las tecnologías, los viajes interestelares, la dichosa corrección mal entendida o las apariencias, sino el brazo bajado, la mano abierta y la toalla cayendo. Lentamente cayendo, siempre cayendo, hasta tocar esa montaña que tapa el camino. Hasta cubrir los deseos. Incluso los que decimos no tener. Incluso los desechados. Incluso los todavía no imaginados.
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