Salvar qué Navidad
¿Qué retorcidos argumentos nos llevan a propagar por las ciudades doloridas la orgía de las luces mientras miles de personas luchan por su vida en hospitales y residencias y los muertos se cuentan cada día por centenas?
Como grito de socorro, como precepto que se pretende imponer, o tal vez como aspiración abstracta, se propaga estos días una y otra vez esta ... consigna: ¡salvar la Navidad! Me pregunto cómo será esa Navidad que se pretende salvar, qué aromas o colores tendrá, y si será la misma para todos, si provocará idénticos sentimientos o deseos en cada uno de nosotros. Hay quien alude a ella como rescate de una economía agonizante. Hay quien sugiere vivirla en burbujas estables. Hay quien teme por su vida y prefiere olvidarse de la Navidad.
Me gustaba lo que aquella vieja Navidad representaba, las vacaciones del invierno, la vuelta a casa desde el internado o la universidad, el calor de la cocina de carbón extendiéndose por toda la casa, las cenas extraordinarias o las zapatillas en el corredor esperando algún milagro. Pero hace mucho que la Navidad viene vestida y alumbrada de otra forma. Hace años que ya no me gusta la Navidad, porque me sobrecogen los ronquidos de las cajas registradoras y los abanicos de los tiques regalo y los vuelos de las pegatinas brillantes y los gritos agudos de las tarjetas de débitos y créditos vaciándose sobre los terminales de las bocas anhelantes.
Hay que salvar la Navidad del consumo, de las frenéticas compras sin término, salvar la orgía de la mercadotecnia, satisfacer las necesidades inventadas por los grandes productores, sostener la borrachera de las luces a lo tonto. Todo está conectado en esta Navidad que peligra: nuestros cerebros de consumidores desmesurados, los fabricantes de nuevas necesidades, los bancos de las plusvalías eternas, las tarjetas de platino que brillan en los bolsillos tristes y los corazones encogidos de falsa felicidad. Ahora resulta que el consumismo es bueno, que es recomendable. Ahora parece ser que el consumismo es incluso más recomendable que la procuración de la salud. Nunca quise salvar esa falsa Navidad y ahora menos que nunca.
Me aturden los escaparates y los rótulos luminosos y las calles furiosamente iluminadas. Y ahora, además, me duelen. Me duele tanta preocupación por unas fiestas cuyo espíritu entrañable y noble ha sido implacablemente sustituido por la odiosa y ociosa orgía de los consumos, por el trajín de las compras sin necesidad. No se compra para regalar. Se regala para comprar. Es la Navidad a salvar, porque la otra, la del calor de la cocina de carbón y el besugo al horno, la del belén en el pasillo o el árbol adornado junto a la puerta, ésa no necesita que nadie la salve o la programe, porque es la Navidad que cada uno llevamos dentro. Es la Navidad de cualquier día o cualquier momento. No necesita escaparates ni calendarios.
¿Qué retorcidos argumentos nos llevan a propagar por las ciudades doloridas la orgía de las luces mientras miles de personas luchan por su vida en hospitales y residencias y los muertos se cuentan cada día por centenas? ¿Qué atroces motivos nos llevan a considerar las algarabías festivas y el consumismo irracional como asuntos inaplazables e ineludibles?
Son muchos los que nada saben de aquello que dicen que una vez sucedió en una cueva de Galilea. Son demasiados los que piensan que la Navidad no es más que la onomástica del señor Noel, panzudo y hortera y dueño y señor de todos los grandes almacenes del mundo. Pero a pesar de las iluminaciones extraordinarias ellos siguen ahí, aturdidos e invisibles, ellos están sentados en nuestras aceras con la mano extendida, en las camas de los hospitales, en las residencias de nunca jamás, en los centros de acogida y en las interminables colas de la desesperación. También están en las barcas que Caronte envió al desguace. Flotan a la deriva en los mares de la muerte anhelando un agujero por el que acceder al mundo de las luces. Esta es la Navidad que a muy pocos se les ocurre salvar.
Los más clarividentes se han quedado ciegos y andamos a tientas, como aquellos personajes de Saramago. Las noches se vuelven invisibles con tantas luces, y el cielo, donde habitan los dioses inventados por los dueños de los decretos, se llena de falsas estrellas. Ciegos de felicidad, aturdidos por la fiebre del neón y narcotizados por la droga del consumo, obviamos a la muchedumbre de los que luchan por su vida sin comprender que no somos otra cosa que pobres marionetas de una sociedad que nos alimenta a base de versatilidad moral y mental.
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