La peligrosa costumbre de acostumbrarnos
A los suspiros también nos hemos acostumbrado. A los suspiros del olvido y a los del anhelo. A los que salen solos sin ser llamados
Nos acostumbramos a todo. A todo. Incluso a las guerras y sus muertos. Incluso a las guerras y sus tiranos. Nos acostumbramos.
Nos acostumbramos a ... los constantes esfuerzos que nos piden hacer y hacemos. Qué remedio, cuando algunos de esos empeños son, en realidad, imposiciones. Eso sí, solo una parte de la población hace el esfuerzo porque hay otra, real pero con mayúsculas, opulenta, acaudalada y en muchos casos de abolengo, que protagoniza portadas de revista a caballo, deciden pasar vacaciones a 1000 euros la noche y se van de fiesta a otro tanto. Es su dinero, batallan algunos. Bueno, no siempre, respondería. A veces, es el de todos.
Pero nos acostumbramos y en el momento en el que lo hacemos, incluso ese tipo de actitudes, cuanto menos insultantes para una población que cada vez convive con más desvelos, nos parecen normales porque la costumbre fuerza normalidad e instaura pautas que se convierten en rutina. Hace que los actos, con independencia de su carácter y de su procedencia, se vuelvan hábito y hay hábitos que, a larga, por sus consecuencias, son igual de peligrosos que las bombas que se lanzan en esas mismas guerras a las que ya nos hemos acostumbrado. Nos convierten en autómatas sin pensamientos; sin corazón. Ovejas. Corderos, en realidad. Más dóciles. Más confiados. Más fáciles. Así es más sencillo que digamos sí. ¿A qué? A cualquier cosa. Incluso a las guerras.
¿Recuerdan, por cierto, las veces que desde distintos gobiernos nos han pedido un pequeño esfuerzo? ¿Uno más? Son tantas que uno pierde la cuenta; si bien, llevamos años (AÑOS) haciendo pequeños esfuerzos. Pequeños, dicen, pero se acumulan. Pequeños, aseguran, pero cada vez pesan más. Pesan y ahogan, y hay quien no sabe nadar. De hecho, cada vez son más los que no pueden hacerlo sin un salvavidas.
A los pequeños esfuerzos también nos acostumbramos. A los pequeños, medianos e incluso a los más grandes. No comprar esto; no comer aquello; no visitar ese lugar; no salir; no vivir. A no vivir, de igual forma nos acostumbramos porque no es lo mismo vivir que sobrevivir. Se parecen en el nombre, pero son palabras, concepciones muy distintas de un estar en la vida. Personas que sobreviven. Vivir es un lujo. Un privilegio.
Al lujo podríamos acostumbrarnos, pero está destinado para otros. Para esos que nos llaman tontos mientras cobran sueldos millonarios; para esos que se nacionalizan de otro país y hacen así negocios que los convertirán en personas todavía más ricas; para esos que posan en revistas montados a caballo o encima de ellos; para esos que no se ruborizan cuando dan los resultados milmillonarios de sus empresas a la par que anuncian que van a tener que subir el producto con el que trabajan porque no les salen las cuentas; para esos que miran ávidos de poder las puertas giratorias. ¿Cuándo será mi turno?, se preguntan, y suspiran.
A los suspiros también nos hemos acostumbrado. A los suspiros del olvido y a los del anhelo. A los que salen solos, sin ser llamados, solos, y a los que surgen cada vez que uno mira a su alrededor y piensa que a esto, a todo, nos hemos acostumbrado. Hasta a las guerras. Suspiros que nos recuerdan, o deberían, lo peligrosa que es la costumbre de acostumbrarnos.
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