Plan sin planes
Se nos acumulan palabras que terminan por perder el brillo con que las dotó su primera formulación. Términos que como confinamiento, desescalada, nueva normalidad, creímos ... hallazgo lingüístico, expresiones que aspiran a convertirse en definitorias de un tiempo, pero su uso indiscriminado convirtió enseguida en el envoltorio sin alma de un cuerpo vacío.
Así, lo de Navidades diferentes; así, lo de salvar la Navidad.
Confieso que yo también, como un péndulo enloquecido, basculé del «vamos a hacer como si no existiera el bicho y a celebrar igual que siempre, mascarillas mediante: árbol y luces, felicitaciones y abrazos, restricciones, sí, pero festejando todo lo que se pueda, apurando al máximo lo que se acerque a las Navidades pasadas», al «vamos a pasar de puntillas, vamos a quitarle a las fechas la purpurina y el espumillón, vamos a transitar por esas semanas sin que nos rocen los villancicos, insensibles a los anuncios de la tele y a los turrones de los supermercados, pasar de largo por los días sin mirar el calendario, haciéndonos los locos». Y por el medio, siempre, sin perder de vista las circunstancias extraordinarias, la prudencia, la razón, la sensatez.
Al final, puede que cualquier opción sea válida y que este año a cada uno le toque inventar su propia Navidad, reelaborar los rituales, descartarlos, iniciar, quién sabe, alguna tradición nueva, abrazarse a lo conocido, llorar las ausencias, o atiborrarse de polvorones. Tal vez inventar otras formas de plantar cara a las distancias, practicar las clandestinidades que desafían a la normativa, o cumplir a rajatabla las indicaciones, vestirse de astronautas para poder estar juntos, llevar nuestras PCR recientitas y comprobarlas antes de sentarnos a la mesa, y estremecernos cuando oigamos un estornudo, cenar solos ante la tele o delante de una pantalla de Skype con una cuadrícula de la gente que amamos, limitarnos, limitar. O transgredir, que también hay mucho osado por ahí, y mucho irresponsable.
Pero de todas las opciones, y como coordenadas del mapa de lo personal, creo que me quedo con la convicción de que la Navidad, como las procesiones, también puede ir por dentro. Si ya experimentamos en verano con los viajes interiores, a ver por qué no vamos a probar a vivir estos días, las liturgias profanas o divinas, allá cada uno, de estos días, sin que impliquen mucho más que sumergirnos en lecturas y películas de atmósfera navideña, agotar todas las posibilidades de comunicación con los que queremos a través de cualquier medio posible, entregarnos a sabores perdidos, recuperar con tiempo y sin agobios los elementos que habitualmente no podemos disfrutar porque vivimos estas fiestas corriendo como locos, secuestrados por compromisos perfectamente prescindibles, matándonos por satisfacer a todo el mundo, sin entrar en el fondo de nada, en un equilibrio enloquecedor para que nada salga mal, vigilando con un ojo el horno y con otro que las conversaciones no toquen temas espinosos, que ni nuestros amigos ateos ni nuestros amigos creyentes se sientan ofendidos, que el espejismo de armonía se mantenga, que todo lo que hemos pagado de más por comprar a última hora no nos haga una sangría en el presupuesto, que todos estén contentos y que nuestra casa pase cualquier estándar de revista de decoración.
Pues, oye, a ver si resulta que si nuestro plan es no tener planes, terminamos por salvar de verdad la Navidad…
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