Pretérito imperfecto
Siempre habrá alguien con interés en manipularnos, en implantar en nuestra memoria lo que nunca existió, en borrar de un plumazo incidentes, capítulos, risas o lágrimas, a conveniencia
Aunque no siempre estamos convencidos de lo volátil que es el presente (qué brizna de aire, qué milésima de segundo, qué temblor levísimo en una ... mirada puede modificar lo que creíamos seguro e inamovible) podemos llegar a admitirlo. Que el futuro es imprevisible es una verdad aceptada y asumida incluso por quienes se empeñan en amarrar y asegurar cada uno de sus pasos. Lo que nos queda, solemos pensar, es el pasado: ese territorio al que no es posible retornar y que por tanto permanece inalterable, fijado en el tiempo para siempre.
Eso creíamos pero no es cierto. El pasado es tan intangible, tan imprevisible como cualquiera de nuestros otros tiempos verbales. Nada es verdad. Al menos, para ser rigurosos, muy pocas cosas son verdad tal y como las recordamos. La memoria es el más frágil de los instrumentos y su vulnerabilidad pone en cuestión la mayor parte de nuestras certezas. Cómo asegurar que tal o cual episodio fue como lo recordamos si quienes participaron de él en la misma medida lo recuerdan de una forma tan distinta. Qué fiabilidad podemos atribuirle a nuestra capacidad para el recuerdo. ¿Era tan azul el cielo de aquella tarde feliz que guardamos como un tesoro en el corazón? ¿Fueron aquellas las palabras? ¿De verdad fue tan heroico nuestro comportamiento, no hubo siquiera un poco de cobardía que hemos enterrado incluso sin darnos cuenta?
Creo que muchos hemos tenido la experiencia un tanto perturbadora de encontrarnos con un amigo de alguna pretérita juventud con el que revivimos viejas historias que nos dejan perplejos porque nos resultan absolutamente novedosas. ¿De verdad sucedió eso? ¿Yo dije esa estupidez? ¿En serio me dijisteis que era la más guapa de la clase por votación y no soy capaz de recordarlo?
Con todo, esto parece asumible. La realidad es un fluido y a veces hasta tiene consistencia gaseosa e inaprensible. Recordamos, olvidamos, nuestro cerebro elige qué nos permite guardar y qué desecha. Eso parece que es así.
Solo que hay mucho más. A más de uno le habrá ocurrido asistir estupefacto al relato de una divertida anécdota que un amigo nos cuenta como propia y que sin embargo nos pertenece y que años atrás le contamos nosotros. Ha hecho suyo un recuerdo ajeno y está plenamente convencido de que es el único protagonista.
Esto naturalmente tiene un nombre en Psicología desde hace ya muchos años, el síndrome de la memoria falsa. Sucede habitualmente. El problema, lo inquietante, se plantea por la facilidad con que es posible implantar recuerdos falsos en nuestra débil memoria. Lo sencillo (a menudo basta con añadir al relato detalles relativos a sentidos como el olfato o el gusto…) que es convencernos de que hemos vivido determinados episodios que nunca sucedieron pero que estaríamos dispuestos a jurar que fueron ciertos.
A veces es divertido que la memoria tenga esos agujeros en los que se cuelan fantasías que hacen nuestra historia más interesante, y nuestros encuentros de viejos amigos mucho más entretenidos. Pero que esto no se nos olvide: siempre habrá alguien con interés en manipularnos, en implantar en nuestra memoria lo que nunca existió, en borrar de un plumazo incidentes, capítulos, risas o lágrimas, a conveniencia. Y frente a eso, nuestra capacidad para el recuerdo convierte el pasado que creíamos tan firme en un territorio para la conquista de quien quiera escribir su versión de nuestra historia. O de la Historia.
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