No pueden penetrar en nuestra alma
Cada vez, lo admito, me cuesta más seguir y escuchar al completo las intervenciones de nuestros amados líderes (elijan color, tablero y ficha) porque en ellas, en la mayoría, solo encuentro oscuridad. Vacío también
Todos sabemos, lo repetimos desde hace ya unos cuantos años, que la política española ha derivado en una marimorena de difícil comprensión, pero creo que ... lo que se avecina nos va a dejar boquiabiertos.
Gritos, mentiras e incluso insultos imperan en el panorama con independencia del tema que se trate. Los unos y los otros -y los del medio- hablan de diálogo, la palabra más manoseada del diccionario, pero nadie lo práctica. Lo que se trabaja, y con ahínco, es otra cosa que nada tiene que ver con una «plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos». Tampoco con una «discusión o trato en busca de avenencia». ¡Qué va! Se discute sin intención de buscar, en la mayoría de los casos, ningún convenio, conformidad o posible unión. Se discute porque se ha convertido en la norma.
Les decía que da igual el tema y es algo que, sinceramente, me produce tristeza y, no lo puedo negar, intranquilidad. Y es que da lo mismo que se trate de la guerra, la crisis energética, el asalto del bolsonarismo, la reforma del poder judicial, la adecuación de leyes recientes o la instalación de tres farolas más en el pueblo de al lado. Todos los temas, sean pequeños o grandes y/o más o menos importantes, acaban igual. En bronca. En polémica. ¿Qué sería de nosotros sin polémica? Algo que no solo provoca sonrojo, también, como digo, angustia. ¿Por qué? Porque estamos en año electoral y eso significa, me temo, que este tan amable ambiente se va a multiplicar. De hecho, va a crecer de forma paralela a la cercanía de las distintas citas electivas.
Cada vez, lo admito, me cuesta más seguir y escuchar al completo las intervenciones de nuestros amados líderes (elijan color, tablero y ficha) porque en ellas, en la mayoría, solo encuentro oscuridad. Vacío también. Discursos que parecen escritos por adolescentes enfadados con el mundo, repletos de descréditos al contrario (sea quien sea el contrario) y palabras huecas.
¿Sobre los mensajes? Ay, los mensajes. ¿Qué podemos decir de los mensajes? Veo y siento odio. Qué palabra más fea es esta; y qué peligrosa. Cada vez está más cerca de todos nosotros. Se puede hasta oler porque el odio se huele. Hiede a crispación, falsedad y amargura. Hiede al miedo de unos, los que siempre pierden, frente a la tranquilidad de los otros, los que siempre ganan. Y en este caso no me refiero a la clase política o a los partidos. Me refiero a la sociedad y sus estratos; a sus ricos y sus pobres. A eso huele. Odio. Una pestilencia que comienza a ser inaguantable y que no merecemos. Creo que no. Los ciudadanos merecemos algo mejor.
Y miren, no hablo de un grupo político concreto porque en este asunto todos tienen que callar. Mucho. Y todos tienen que hacer no solo examen de conciencia, también examen de organización. Para cambiar el mensaje, a veces hay que cambiar a las personas.
Decía Orwell, sí, el autor más utilizado por unos y otros de la historia reciente de nuestro país (algunos antes no lo conocían) que «no pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado» y, ¿saben una cosa? Tenía razón. La tiene. Él lo escribió en una distopía, sí, esa distopía ('1984'), pero bien podía ser una verdad absoluta de un día cualquiera en una ciudad cualquiera de nuestro hoy y solo de nosotros depende esa victoria. O esa derrota.
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