Querido diario
Habría que considerar condenar nuestros diarios a la destrucción en algún momento, aunque ninguno de nosotros seamos Rocío Jurado
Anda la cosa un poco soliviantada entre generadores y consumidores de cotilleos porque, al parecer, la denominada 'Más Grande', a saber, Rocío Jurado, tenía entre ... sus múltiples y desconocidas facetas la de escribir un diario. De eso jamás se había sabido nada, pero una vez que uno coge marcha en el mercado de los asuntos familiares, íntimos y domésticos, es difícil parar. Como, además, la maquinaria es cada vez más voraz, ahora se prepara un nuevo desembarco de interioridades varias y para ello qué mejor que echar mano de un diario, o de unas notas, que no está muy claro, que parece ser que Rocío Jurado escribía y que han ido a parar a las manos de su hija que, no se sabe muy bien si como reivindicación, amenaza, como fuente de ingresos o todo ello, anuncia que hará público en fechas próximas.
Es un asunto complicado eso de escribir diarios. A los muchos beneficios que supone poner por escrito pensamientos, deseos, malestares y emociones diversas, con lo que ello tiene de desahogo, de posibilidad de comprender lo que nos sucede al escribirlo, se contrapone la nada desdeñable complicación de que todo aquello que se escribe ahí queda, y nunca se sabe cuántas vidas puede tener. Durante los muchos años que he dirigido talleres de creación literaria, se ha repetido la discusión acerca de la utilidad de la escritura confesional, unas veces con vocación literaria y otras simplemente como terapia, como canalización de malestares, resentimientos, ilusiones o desengaños. Siempre he defendido la conveniencia de escribir un diario, entre otras cosas, para evitar la tentación de tener por literario y, por tanto, pretender que así sea considerado (y publicado y leído) lo que no es más que el vómito de las emociones sin filtro, muy sentidas, eso sí, y separarlo muy bien de la literatura. Pero también habría que considerar cuánta vida les damos a esos diarios y si no sería una buena medida condenarlos a la destrucción en algún momento, incluso aunque ninguno de nosotros seamos Rocío Jurado ni tengamos el más mínimo interés público.
Aquellos que lean lo que escribimos ¿van a hacerse una idea siquiera aproximada de quiénes éramos? ¿Cómo evitar que la imagen que permanezca sea la de nuestra irritación que era la que nos llevaba a escribir, en tanto que nuestros momentos de felicidad para nosotros se quedaban porque no necesitábamos desahogarnos por escrito? ¿Eran nuestro jefe, o nuestra pareja, o nuestra cuñada seres así de despreciables o es que solo escribíamos cuando estábamos cabreados? ¿No nos habremos dejado llevar por una tendencia a la fantasía a la hora de narrar determinadas situaciones? ¿No es monstruosamente difícil dejar constancia no solo de las más primarias de nuestras emociones, sino del contexto en que se producen? ¿De verdad se puede conocer a una persona a través de las páginas de su diario? ¿Reflexionar acerca de esto, para colmo, no puede llevarnos justamente al extremo de escribir 'para' ese hipotético y futuro lector que tenga en sus manos nuestro diario?
Y ya, de lo de hacer público, a la muerte del autor de esos pensamientos vertidos quién sabe en qué situación, bajo qué influjos y con qué intención, y exponer ante los ojos de todos, para su disección, análisis e interpretación, aquel alivio instantáneo que supuso escribir, mejor no hablamos.
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