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Creí el sentido común, sin calenturas mentales, sesudas reflexiones o doctores eclesiales, garante universal de cordura para guiarse en la vida y convivir más allá ... del tiempo y el lugar; me equivocaba. Creía en el gen común del sentido comunitario sin viajes lejanos, alforjas llenas o guía espiritual; creía que debemos a los demás la vida, tenemos deudas impagables y es mentira creerse 'hecho a sí mismo'. Pensaba que la libertad era posible gracias a opciones que nos abren los demás y los proyectos solo son factibles en sociedad: nadie se amamanta a sí ni adquiere conciencia propia sin los otros. En fin, ser sociable no era opción, sino condición previa imprescindible para ser uno mismo.
Comprobar el éxito del individualismo, creer que te afirmas frente al otro y la vida en común niega la libertad, lleva a preguntarse qué ha pasado, por qué el sentido común calla ante el sentido mayoritario. Se desprecia lo colectivo tras desprestigiar un sentido común que no admitía votación, pues la evidencia lo convertía en axioma. Por eso sorprende escuchar a tanta gente tararear 'yo, mí, me, conmigo' como expresión de libertad y observar la desconfianza hacia el prójimo, obviando que no cabe proyecto personal en la selva ni el buen salvaje podrá ser ciudadano ejemplar.
Negar la esencia social de la vida confirma el exilio del sentido común al olvidar que vivir, establecer lazos con otros, fortalece, frente a la falacia del creciente progreso fruto de la competencia feroz. Curioso y paradójico comprobar luego cómo, a menudo, quien alaba la lucha sin cuartel, acaba 'pidiendo cuartelillo', picando a la puerta de la casa común al sufrir los efectos de sus guerras particulares o resultar damnificado en sus luchas personales. Quien reniega del otro, acaba pidiéndole ayuda para sus males o subvención para sus fracasos.
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