¿Vida pública versus vida privada?
El discurso dominante dicta una clara frontera entre la vida pública y la privada, como si fuera fácil (y deseable); uno es la calle, otro ... la casa; una, la política, otra la ética. La versión actual de la democracia pide dejar el credo personal, respetable, en el armario evitando airearlo y proyectarlo en la plaza pública. Cuesta entenderlo a quien se ve incapaz de fijar la línea y aplaudir un discurso cuyo verbo puede conjugarse de modo diferente en la alcoba.
Quien defiende la vida en común y la política como cauce para mejorarla, debe armar un discurso basado en la ejemplaridad personal, avalada por una práctica común en casa y en la calle; de no ser así, será vendible, pero no es creíble. Por eso daña la práctica de ciertos políticos: vacilan de la superioridad moral de su palabra pero la niegan en la intimidad. Puedes vivir en un chalé, consumir de todo, ser amante bandido o comprar colchones a cuenta del partido… Pero quien oferta una idea, debe avalarla con su gesto y gasto; quien da lecciones de ética, debe saber que la prueba del algodón es el testimonio. Las ideas sólidas exigen vidas sólidas.
¿Hay actos puramente privados sin implicación ajena? Quien defiende una opción solidaria de la vida social, sabe que el acto propio afecta al otro y la coherencia es la mejor receta también para él. De lo contrario la política resulta apariencia y la casa una selva donde liberar la fiera que tenemos dentro; la integridad no es marketing y exige combatir la fractura persona-personaje: el valor de gente como Pepe Mújica –acaba de despedirse– está en su virtud –y naturalidad– para vivir tal como proponía a los demás. Según Errejón, su personaje se comió a la persona; quizá con más personas, normales, discretas, y menos personajes excepcionales y salvadores, se dignificaría y haría creíble la política.
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