Tatiana
El invasor de turno destroza la vida de los cientos, miles o millones de Tatianas encontradas en su camino. Les roba sus vidas y, de paso, sus bienes. El penúltimo es ruso, pero habrá más, mientras la tierra lo aguante
Es el nombre de una mujer ucraniana, entrevistada en la mañana del jueves en una emisora de radio. Su testimonio me causó una gran descarga ... emocional mientras conducía de camino al trabajo, después de haberme levantado felizmente, haber desayunado con mi familia y despedirme de ellos hasta horas más tarde, deseándoles un buen día. Es decir, lo que hacemos la mayor parte de nosotros, en un día cualquiera.
Tatiana es profesora de español en Donetsk, sur de Ucrania, y relató en un perfecto español que esa mañana se había despertado a las 5.30 en medio de humo y fuertes explosiones. No había podido ir a trabajar, y pese a haberlo intentado, tampoco había logrado comprar pan, ni retirar efectivo de un cajero, debido a la avalancha de personas que, como ella, habían salido de sus casas a toda prisa, buscando dinero y comida, que es lo primero que el instinto de supervivencia pide en situaciones como la que les estaba tocando vivir. Esas circunstancias en las que un ser humano ve desmoronarse de pronto su día a día, su pacífica normalidad, su estabilidad, su vida.
Minutos antes de escuchar esto, había estado imaginando con uno de mis hijos, en la cocina de mi casa, como sería la vida en Ucrania. No hemos estado nunca allí, pero sí en países fronterizos, y en ellos habíamos visto alegría, niños jugando, coches lujosos, bonitas bicis, y luces de colores. Tiendas de Zara, Apple centers, McDonalds, Starbucks, Hard Rocks, más o menos todas esas cosas que en los países occidentales disfrutamos a diario como algo propio y, en apariencia, sólido, definitivo e inquebrantable. Hasta el jueves, Donetsk era así, como nuestras ciudades. De hecho, muchas veces al viajar nos quejamos de que las urbes de nuestro mundo cada día se parecen más, vemos los mismos comercios, comemos en los mismos sitios y la gente se viste igual. Qué cruel ironía.
Como la conversación con mi hijo fue breve, la típica de primera hora de la mañana en una familia en la que cada uno va con sus prisas, no me dio tiempo a hablarle de nuestra frágil realidad, del delgado soporte sobre el que reposamos. Me vino a la memoria la famosa fotografía de los operarios desayunando sobre la viga en el Empire State, separados del vacío por un estrecho trozo de metal.
Me alegro de no haberle hablado así, de hecho, quizás no debería contárselo aún, a su edad. Mi generación, y la suya también, hemos tenido hasta ahora la suerte de no tener que asumir el mundo tal como es. A través de los libros y otros testimonios, hemos podido aprender que las ansias de dominación, la codicia y crueldad forman parte de la condición humana, porque se repiten de forma cíclica e ininterrumpida desde que habitamos la tierra. Primero a pedradas, luego a cuchillo, y ahora con armas más sofisticadas, pero utilizadas por el mismo homo sapiens de siempre. El invasor, conquistador, emperador o colonizador de turno, denominado de una u otra forma según generosa sea la Historia con él, siempre ha causado un gran sufrimiento, y destrozado la vida de los cientos, miles o millones de Tatianas encontradas en su camino. Les roba sus vidas, y de paso, sus bienes. El penúltimo es ruso, pero habrá más, mientras la tierra lo aguante.
La diferencia, además de en los medios empleados, está en que ahora lo vivimos de cerca, en vivo y en directo, mientras almorzamos. La deshumanización del homo sapiens va a la misma velocidad que la tecnología. Da vértigo, y miedo. Espero, en mi minúscula capacidad individual por cambiar las cosas, poder hacer algo en algún momento por Tatiana, su familia y sus gentes. Mientras tanto, y consciente de la delgada viga en la que todos nos sentamos, me siento en la obligación de disfrutar de todas y cada una de las cosas buenas que Dios, la fortuna, el destino o la vida, que para mí vienen a ser lo mismo con distintas palabras, ponen cada día frente a nosotros.
El que quiera rezar por Tatiana, le animo a que lo haga, y el que no rece, pero se acuerde de ella con amor, solidaridad y comprensión, que también viene a ser la misma cosa, que se concentre en ello. Es lo que le queda a esta pobre mujer, que ayer era feliz, y hoy, sin haber cometido ninguna falta, se encuentra aterrada, sometida, humillada, y luchando por su vida, indefensa.
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