Tiempos de exhibición impúdica
Hubo un tiempo, algunos lo recordarán, en que carecer de cultura, de conocimiento, se vivía con un sentimiento en el que se mezclaba, en diferentes ... proporciones, el reconocimiento de la situación, la culpabilidad por no hacer (o no haber hecho) lo posible por acceder a ello, y el pesar por haber carecido de medios para alcanzarlo. La vergüenza, en definitiva. En ese tiempo, en el que, obviamente, también había especímenes que ni se paraban a considerar lo anterior, se daba otra curiosa circunstancia: a quienes no tenían conocimientos o cultura les quedaba la cuestionable sabiduría popular y eran conscientes de que la ignorancia es muy atrevida, y con esa certeza procuraban (sigo hablando de generalidades) no exhibir la pobreza de sus competencias culturales.
Pero no sé en qué momento todo eso cambió. Con el tiempo ese momento podrá ser determinado con exactitud y las circunstancias que lo propiciaron (tres o cuatro podríamos mencionarlas sin parpadear), estudiadas con detalle. El caso es que un día lo de ser ignorante, lo de no tener cultura alguna, se convirtió en algo de lo que no solo no era necesario avergonzarse: también empezó a exhibirse sin pudor alguno.
No se necesita ser demasiado conspiranoica para adivinar la siniestra sombra de ese poder que sabemos que existe aunque jamás tenga rostro visible. El que nos quiere más tontos, menos cultos, más idiotizados, con menos herramientas para pensar y para decidir. Y siempre ha sido así, no nos engañemos, pero ahora, además de disponer de más medios, el poder tiene la complicidad de una caterva de personajes surgidos de quién sabe qué delirio, que disponen de un altavoz inimaginable. Si antes existían, que seguro que sí, su ámbito de influencia se limitaba al bar donde copa va, copa viene, y a veces a costa de invitar para garantizar auditorio, exponían sus teorías y trataban de hacer pasar por genialidades lo que era fruto únicamente de su absoluto desconocimiento sumado a su imaginación. Ahora esos descerebrados han venido en llamarse 'influencers' y se asoman a las pantallas omnipresentes para magnificar la nada, para barnizar de ciencia las ocurrencias más absurdas, para enarbolar la bandera del desconocimiento y el pensamiento mágico. Siempre lo ha habido, naturalmente, vendedores de humo, apóstoles de la sinrazón disfrazada, pero nunca habían conseguido tener un altavoz que les permitiera llegar a tantos seres tan dispuestos y con tan pocas herramientas críticas. Durante años las televisiones han hecho su trabajo concienzudo: una dieta sistemática de basura, en cualquier horario, una elevación a los altares de la fama de personajes cuya incultura solo es comparable a la futilidad moral que traslucen. Durante años la enseñanza ha visto cómo se iban arrinconando todos aquellos contenidos que facilitaban el desarrollo del pensamiento crítico; a veces, del pensamiento, sin más, y solo los docentes más heroicos han ido plantando cara a esa promesa de desierto intelectual con su esfuerzo y su empeño en salvar lo poco que se pudiera, conscientes, sin embargo, de una de las pocas certezas: el auténtico talento, la auténtica valía apenas tiene hueco en este mundo de chicos rubius y chicas con morritos cuya máxima aspiración en la vida es que el pelo les quede bien liso y conseguir una docena de seguidores más por minuto.
Se nos está quedando una sociedad preciosa. Puede que las niñas ya no quieran ser princesas, pero ahora niñas y niños quieren ser 'influencers'. Y no creo que con ello hayamos ganado nada.
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