La verdad desagradable
En nuestro candor, no fuimos capaces de ver que la evidencia atisbaba la primera vez que un chaval por la calle nos trató de usted
Anosotros no nos iba a pasar. Cómo pensarlo siquiera en mitad de la bulla de los recreos del instituto, en las risas y los viajes, ... en la vorágine de los exámenes, las oposiciones, el primer trabajo, la pareja, la familia, la hipoteca, los días repetidos en lo que parecía una sucesión continua, hojas de calendario cayendo sobre una inmovilidad de tiempo detenido. Envejecían los demás: abuelos, padres, gente que había formado parte del paisaje de la infancia y de pronto desaparecían, como árboles viejos arrancados por el viento. Nosotros no.
Desde los diecisiete años era imposible vernos en otro escenario. Eso era para otros, para los viejos de entonces. Nosotros seríamos diferentes aunque tuviéramos cien años. Porque, en nuestra bendita inconsciencia, creíamos que nunca estaríamos desfasados: habíamos nacido con la tele, nos habíamos ido incorporando con diligencia y agilidad a cualquier tecnología, hasta practicábamos deporte y nos preocupábamos por la salud. Cómo íbamos a estar tocados por la decrepitud, por la vejez que veíamos por entonces con una mezcla de piedad y de extrañamiento: los pies arrastrándose, la tos y la niebla en la mente eran ajenos.
Nosotros, no.
Igual deberíamos haber leído con más atención a Gil de Biedma, para predecir aquello de que «ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma». En nuestro candor no fuimos capaces de ver que la evidencia atisbaba la primera vez que un chaval por la calle nos trató de usted, o alguien se refirió a nosotros como señora o señor. No supimos darnos cuenta de que esa verdad desagradable asoma en cada palabra que no terminamos de entender, en cada ritmo que somos incapaces de seguir, en cada crítica feroz que hacemos mientras reivindicamos que 'antes' ni las cosas, ni los modales, ni la música, ni las costumbres, ni nada, era así. Así como ahora. Tampoco, empeñados en nuestra creencia de una juventud perpetua, fuimos capaces de ver las miradas de desdén, los gestos de suficiencia, la impaciencia de los más jóvenes (más jóvenes que nosotros) para hacernos entender determinados aspectos tecnológicos. No supimos que la verdad desagradable asomaba desde que empezaron a caer uno a uno todos los referentes de nuestra infancia, desde que se nos hizo cuesta arriba aprender.
Porque nosotros no íbamos a ser aquellos viejos.
Y aquí estamos, acercándonos a esa edad. Repitiendo frases que creímos que no diríamos. Indignándonos. Y reivindicando, en un empeño inútil, que no es porque seamos viejos, es que este mundo de máquinas con las que hay que entenderse es un lío para todos, que no es por la edad, que no es que esa jerga nos resulte incomprensible porque seamos mayores, que eso del trap y el regguetón ni es música ni nada, que donde esté Pink Floyd o Serrat... Que queremos un trato humano, que nos atienda un señor con corbata en el banco. Que no haya que pelear en una lucha titánica con voces metálicas en el teléfono para darnos de baja en cualquier servicio o para pedir cita previa. Que todo eso, no es porque seamos viejos, no.
Pero, en el fondo, sabemos que estamos a un paso de ser expulsados de este mundo que, como todos los que nos precedieron, creímos que era nuestro.
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