La paciencia del repostero
Se ha perdido y ya no valoramos lo que lleva tiempo, requiere esfuerzo y dedicación. Vivimos en una cultura que prefiere lo rápido y bonito a lo sustancioso y auténtico
Podía haber titulado este artículo 'Reflexiones sobre la cultura de la urgencia', que le daría aires –tan de moda por otra parte– de autoridad y ... erudición, pero he decidido optar por un título acorde a lo que con mis palabras quiero reivindicar, que es la paciencia en tiempos en los que todo debe ser inmediato.
La urgencia ha fagocitado nuestra vida cotidiana, es un hecho, y ahora necesitamos respuestas instantáneas, entregas exprés y noticias al segundo. Todo lo queremos rápido y todo lo queremos ya, como si el valor de las cosas dependiera de la velocidad con la que las conseguimos. Bien, pues yo opto por recuperar el calor, tiempo y calma de los buenos postres.
Imaginen o recuerden cómo se hace un buen bizcocho. Elegimos el tipo, escogemos los ingredientes, los pesamos y preparamos y nos ponemos después manos a la obra. Lo haremos poco a poco y sin prisa, porque cada paso tiene un orden que se debe respetar. Una vez listo, lo metemos al horno a una temperatura adecuada, dándole el tiempo necesario para que crezca y se haga por fuera y por dentro. Si se pone el horno demasiado alto para acelerar el proceso, el resultado será un bizcocho quemado por fuera y crudo por dentro; pero si se saca antes de tiempo o se abre la puerta del horno por culpa de la impaciencia, se hundirá. Hay recetas que exigen tranquilidad. Si no les damos esa calma, el resultado será un fracaso; y eso mismo es lo que le falta a nuestro mundo actual: paciencia.
Esto de la urgencia, no obstante, aunque yo les hable de postres, ha conquistado muchos aspectos de nuestra vida. La lectura, por ejemplo. Hoy en día se presume de devorar libros que, en la mayoría de casos, consiste simplemente en leer rápido y engullir textos. Engullir sin degustar. Tragar sin masticar, si bien lo de masticar no siempre es necesario por lo mascado que últimamente viene todo, pero ese es otro asunto. Así, me pregunto qué queda cuando cerramos el libro y pasamos al siguiente. ¿Quién recordará dentro de unos años sus historias más allá del autor y algunos amigos o familiares? Tal vez sus fantasmas. Y sé que a algunos les basta con esto, con ser leídos así, rápido y sin expectativa de ser recordados —de hecho cada vez hay más literatos que escriben para ser consumidos y alimentar este ciclo de la inmediatez—, pero a mí personalmente no me gusta. Prefiero degustar en lugar de engullir.
Lo incongruente de este asunto de la impaciencia es que, por más que nos empeñemos en echarle la culpa a la sociedad –como si la sociedad fuera algo que nos es ajeno, a pesar de ser los que la formamos y creamos; y los que la hacemos avanzar o retroceder–, somos nosotros mismos los que nos hemos convertido en ocas que, cada día, voluntariamente, se meten un embudo en la boca y engullen sin parar. Series, interacciones, libros, música, relaciones, noticias, etcétera. Todo se consume sin saborear, sin darle tiempo a que repose y alimente de verdad. Y esto no ocurre solo en cuestiones de ocio o de consumo de contenidos, también afecta a nuestras relaciones personales. Todo se convierte en algo superficial, rápido y desechable. Hasta, mal que me pese, los medios de comunicación han caído en esta trampa y se han dejado devorar por el modo de interacción y el tipo de contenidos sociales de 'influencers' y 'comunicadores', más preocupados por la popularidad que por la precisión de la información que lanzan al mundo. Todo en pos de la inmediatez y la visibilidad. Así, los periodistas hemos sido, poco a poco, desplazados y esto da como resultado una información superficial que busca sólo aparentar.
Y todo lo dicho no debería sorprenderme. Vivimos en una cultura que prefiere lo rápido y bonito a lo sustancioso y auténtico. Nos hemos acostumbrado a que todo parezca ser, sin preocuparnos de si realmente lo es. La paciencia del repostero se ha perdido y ya no valoramos lo que lleva tiempo, requiere esfuerzo y dedicación. Y, como un bizcocho mal cocido, nuestra vida se ha llenado de experiencias que, por fuera, parecen hechas y perfectas, pero que por dentro están crudas y vacías.
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