El tiempo del olvido
El miedo a desaparecer es algo que va unido a la propia naturaleza humana. Sin embargo, que tu vida y tus recuerdos se expongan un domingo en las mesas de un rastro tampoco me resulta atractivo
Es este un tema, el de los recuerdos, que me tiene un tanto obsesionada desde que descubrí aquel álbum sin final -del que les hablé ... hace unos cuantos artículos- en una mesa del rastro. Un álbum que no compré y que sin embargo, qué extraña sensación, es como si, de algún modo, habitara mi casa, mis pensamientos, y no son pocas las veces que me sorprendo a mí misma preguntándome qué habrá sido de él y, si allá donde esté, tendrá un buen uso. Cuestión esta que también me hago sobre otros objetos que he visto y tocado en mesas parecidas.
Fotografías y postales, por ejemplo, de un hombre de Avilés que solía ir de vacaciones a la Costa del Sol. Se operó de la vista. Tuvo hijos y nietos. Mandaba una postal desde cada lugar que visitaba. Desde Avilés a Londres, desde Bilbao a Roma. Las vi recogidas en una caja de plástico. Alegrías y penas escritas a pluma azul. Risas y dolores contados para otros y leídos, hoy, por cualquiera que en ellos pose su vista. Cientos de postales que alguien guardó junto a retratos, notas y hasta recordatorios. De nacimientos, comuniones y muertes.
También una importante colección de cintas de casete perfectamente ordenadas y fechadas con los ejercicios de canto de una tal Mari Carmen. Cuarenta y tres cintas en una caja de madera custodiadas por una reproducción de los ángeles de la 'Madonna Sixtina', de Rafael, y unas muñecas de porcelana que bien podrían protagonizar una película de terror. O una saga.
Como escritora, he de reconocer que he sentido muchas veces la tentación de comprar algunos de esos objetos y crear con ellos una historia, una gran historia, pero hay algo que, por el momento, me detiene. Digo por el momento, porque soy consciente de que todos seremos recuerdos alguna vez, cuando lleguemos al final de nuestro camino, y quién sabe si esa sensación de extraño vacío que hoy me detiene, caiga mañana y entonces sí decida usarlos para crear y no olvidar, pues de ellos dependemos muchas veces, lo sé, para entender y construir las historias que hacen la Historia.
El vacío que me detiene, esa sensación de abandono y de ser poco menos que un ladrón de vidas, nace, eso es lo que creo, de la duda. Me pregunto, cuando veo y toco esos objetos, si sus dueños quisieron alguna vez que sus vidas, quiénes fueron, sus sentimientos, alegrías y penas, sus triunfos y fracasos, se expusieran de tal modo. En una mesa, acompañados de mil trastos inservibles y a precio barato si te lo llevas todo. De ahí nace la duda y de la duda, el no.
También es cierto, negarlo sería de necios, que la idea de que todo lo vivido se pierda en la nada me resulta aterradora. El miedo a desaparecer es algo que va unido a la propia naturaleza humana, sin embargo que tu vida y tus recuerdos se expongan de esa manera tampoco me resulta atractivo. Es entonces cuando pienso que quizá el olvido no sea un mal lugar. Quizá el olvido es mejor que la lluvia y el frío de una mañana de domingo bajo la mirada de desconocidos que no ven en tu letra el tesón con el que escribiste esa carta o la ilusión con la que mandaste la postal.
Resulta difícil aceptar que ese es el destino de todos nosotros, ser un recuerdo o no serlo en función de si el tiempo del olvido nos acoge. Allí se acurruca todo lo vivido. Allí van a parar los besos, las risas, los amores y los sueños. Los cumplidos y los que nunca se hicieron realidad. El tiempo del olvido. Podría ser el nombre de la historia a escribir sobre los recuerdos que alguien ve cada domingo en las mesas de un rastro; sobre los que decide rescatar y los que no, pero que igual lo acompañan; sobre sentirse un ladrón de vidas. Sobre la sensación de acabar siendo ese recuerdo que no quieres ser.
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