Una vida pública
Las redes desdibujan de forma inédita la frontera entre nuestra condición de público, es decir, de espectadores, y nuestra posición de hombres/mujeres públicos
Según el portal Statista, en 2021 Facebook contaba con 2.740 millones de usuarios y Youtube con 2.291; WhatsApp, 2000; Facebook Messenger, 1.300; ... Instagram, 1.221; Weisin/Wechat, 1.213. La lista continúa con otras muchas redes como TikTok y otras, con cifras inferiores a los mil millones de usuarios.
De las muchas consideraciones que admiten estos datos, me parece especialmente relevante el cambio que representa para gran parte de los seres humanos la posibilidad de publicar. Las redes nos ofrecen muchísimos contenidos, y eso ya de por sí representa un cambio, como se dice, disruptivo en cuanto al acceso a información y a datos. Pero hay otro aspecto que quizá tenga todavía repercusiones más profundas. Me refiero a la capacidad que todos tenemos ahora de publicar nuestras fotos, vídeos, comentarios, 'posts', etcétera, en formatos de lo más variados. Éste es el gran cambio: que ahora puede publicar cualquiera.
Esto puede sonar algo peyorativo, y quizá resulte que efectivamente lo sea. Pero la posibilidad de que ahora cualquiera podamos publicar representa, antes que nada, un cambio de paradigma (perdón, por el término) en nuestra relación con el ámbito público. Más exactamente, lo que trae consigo la nueva situación es que desdibuja de forma inédita (por no repetir lo de disruptivo) la frontera entre nuestra condición de público, es decir, de espectadores de lo que sucede y nuestra posición de hombres/mujeres públicos.
Hasta la aparición de las redes sociales, la inmensa mayoría de las personas éramos 'público' que observaba a algunas celebridades (políticos, deportistas, actores, artistas, escritores, empresarios, banqueros, sindicalistas, eclesiásticos, etcétera). Esto ya no es así. Para ilustrar lo que quiero decir, puede ayudar lo que le ocurrió en la década de los noventa a la fiscal del juicio de O. J. Simpson, al que se le acusaba del asesinato de su exmujer y del hombre que le acompañaba. Quizá fue el primer gran proceso mediático. En un momento del largo juicio, que duró once meses, la fiscal encargada, Marcia Clark, se vino abajo -al menos tal como lo cuenta la serie televisiva 'American Crime Story'- y explica: «Yo no soy un personaje público, mi trabajo no es ese, yo para esto no sirvo». Y es que, efectivamente, el 'juicio del siglo' continuó los derroteros de un espectáculo en el que lo decisivo ya no fueron tanto -o, al menos, no solo- las pruebas y la pericia judicial, cuanto la 'actuación' y el manejo de la opinión pública en general y de la opinión del jurado popular en particular.
Pienso que este suceso y la reacción de la fiscal expresan con mucha claridad la diferencia entre 'formar parte del público' y 'ser un personaje público'. Como digo, la mayoría de las personas la mayoría de las veces solo somos público espectador. Con las redes sociales, aunque no lo advirtamos con la debida lucidez, todos pasamos a ser, si no personajes, sí actores públicos. Hasta ahora, las personas corrientes y molientes no 'publicábamos', apenas teníamos capacidad de hacer 'públicas' nuestras opiniones, gustos, etcétera. Ahora, en cambio, no paramos de 'publicar', es decir, de hacer 'públicas' nuestras vidas, opiniones y gustos, en forma de texto, imagen o audio.
No somos muy conscientes de ello, pero lo que precisamente hacen las redes es proporcionarnos un cauce para publicar con una audiencia potencial de una magnitud inconcebible hace menos de dos décadas. Esta situación representa una extraordinaria novedad histórica. Concretamente, resulta muy novedoso el difuminado de la línea que separa nuestra privacidad de nuestra condición 'pública'. En la relativa juventud que todavía tienen las redes, se intuye ya que tal difuminado puede tener importantes consecuencias jurídicas, sociológicas y políticas, pero no está de más que prestemos un poco de atención a las más personales.
La articulación de nuestro yo más íntimo con los demás nunca ha sido sencilla. A esta dificultad se le añade ahora un plus derivado de la estrenada condición de una vida que se ha hecho artificiosa y permanentemente pública. El problema es que no podemos saber quiénes somos realmente si los demás no nos lo dicen de alguna forma. Pero, ¿posee alguna veracidad el reflejo que sobre nuestro yo impostado proyectan las redes sociales? ¿Pueden decirnos algo verdadero sobre nosotros mismos un tuit o un 'post' de Instagram? La tecnología, lejos de ayudar a cumplir la invitación del célebre oráculo de Delfos, parece haberlo complicado todavía más. El metaverso que nos anuncian tampoco resulta nada tranquilizador ¡Con lo cómodo que resultaba formar simplemente parte del público, ver sin ser vistos!
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