El remolón progreso de la ética en el hacer político
Al hombre honesto hay que recordarle que, pese a serlo, estará sometido a dos riesgos: el primero es que será criticado por los que no son honrados, y el segundo, que desengañado por lo que ve a diario decida cambiar su conducta y corromperse
Desafortunadamente podemos repetir hoy las palabras de nuestro Arcipreste de Hita en su 'Libro del buen amor', escrito en el siglo XIV, tras contemplar año ... tras año las dudosas o poco éticas conductas de algunos hombres públicos en nuestra sufrida España: '¡En qué envejecí! ¡En ver lo que veo y ver lo que vi!', reflejo y queja del más que lento progreso de la moral política, que vuelve de vez en cuando a las andadas, desilusionando a las gentes honestas, que les ha tocado vivir en el siglo XXI.
Al leer por la mañana la prensa diaria nos enteramos, con más frecuencia de la deseada, de chismes, cotorreos, asuntos ya en manos de los jueces, práctica de negocios oscuros, malversaciones de caudales públicos, enriquecimientos repentinos y otros tantos y tantos 'descuidos' en que incurren algunos de nuestros hombres públicos, parecidos a los que existieron en el siglo XVIII como personajes parecidos a Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, y que hizo decir a nuestro Jovellanos en su sátira primera 'A Armesto': '¡Oh ultraje! ¡Oh mengua! Todo se trafica / parentesco, amistad, favor, influjo / y hasta el honor, depósito sagrado / se vende o se compra'.
Tales fueron los desmanes cometidos por aquel personaje, que dio pie a que nuestro Jovino le calificase como un «insigne ladrón, que dividió las entradas del Tesoro, separó los Fondos de la Marina Real, realizó misteriosos agiotajes y escandalosos monipodios, con lo que allegó un inmenso tesoro».
Hay razones para pensar que buena parte de aquellas felonías se llevaron a cabo por una falta de adecuada selección de los que iban a ocupar altos puestos en la nación, algo que nos hizo recordar lo que se narra en uno de los más amenos cuentos de Voltaire titulado 'Zadig o el destino', que nos habla de las grandes preocupaciones de un rey al observar que sus tesoros y bienes iban reduciéndose con especial rapidez, viéndose obligado a consultar a Zadig sobre qué solución se podría dar a tal situación y que consistió en recomendarle que antes de dar puestos a los ministros y a otras personas de relevancia les hiciera bailar. El monarca, no sin dudar un poco de tan peregrino remedio, aceptó la propuesta, procediendo a llevarla a cabo, y que consistió en hacer pasar, uno por uno, a todos los pretendientes, por un corredor –'el corredor de la tentación' – en el que debían permanecer unos minutos y, una vez transcurridos, pasarían a la sala de baile, donde les esperaba una orquesta. Empezaron a bailar y nunca se vio más topos y menos desenvoltura, pues llevaban la cabeza bajada, las espaldas torvas y las manos pegadas al cuerpo, debido a lo que habían robado en el corredor, que llevaban oculto bajo sus vestidos. Solo uno bailó de manera perfecta, dando lugar a que el monarca dijera: «¡Qué hombre tan de bien!, ¡Qué honrado sujeto!», abrazándole y nombrándole ministro de Hacienda.
No cabe la menor duda de que en la actualidad hay medios adecuados para conocer la catadura moral de los pretendientes a un puesto en la Administración Pública para frenar la corrupción si verdaderamente existe un real interés de nombrar a los mejores y a los más honestos, pero nada valdrán si no se lleva a cabo con especial precisión y cuidado.
Como todo, se debe decir en este contexto que al hombre honesto hay que recordarle que, pese a serlo, estará sometido a dos riesgos: el primero, que será criticado por los que no son honrados, que se erigirán en peligrosos enemigos suyos, y el segundo, que todavía es peor, pues quizá, desengañado por lo que ve a diario, decida cambiar su honrada conducta y corromperse, algo que tal vez suceda si le sobreviene una fe ciega en el dicho de nuestro Quevedo: «El que no roba no vive», decidiendo disfrutar de una existencia opípara, cualquiera que fuere, el tiempo que pueda durar.
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