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La historia se cuenta en masculino
La representación femenina en los libros de texto ha quedado relegada a un segundo plano en muchas ocasiones, pese a que han existido muchas mujeres brillantes como Camille Claudel, Alma Reville, Clara Campoamor, Lise Meitner o Rosalind Franklin
La historia se cuenta en masculino. En un masculino con anotaciones a pie de página que alguien ha tachado, con referencias que nadie sabe de dónde salen, con un anexo oculto que todos parecen haber olvidado. Un masculino que, en definitiva, ha provocado que gran parte de esa historia quede silenciada, relegada a un segundo plano o, simplemente, que se haya borrado.
La historia se cuenta en masculino porque tradicionalmente han sido ellos quienes la escribían, quienes la protagonizaban y quienes dificultaban que ellas fuesen algo más que simples figurantes dedicadas a ser esa «gran mujer que tiene que haber detrás de un gran hombre».
Esta frase puede personalizarse en mujeres como Camille Claudel (Francia, 1864–1943), una gran escultora que siempre estuvo oculta bajo su mentor y amante, Auguste Rodin. Hay quien dice que los dotes de Camille Claudel eran tales que ella ayudó a Rodin a dar forma a algunas de sus grandes creaciones; sin embargo, Rodin, lejos de ayudarla a combatir el machismo de la época, solo le puso trabas por temor a que ella le hiciese sombra. No obstante, quizás se pueda afirmar que Camille le debe a Rodin una de sus mejores obras: ' La edad madura'. No es que la escultora francesa le robase la pieza a Rodin (como dicen las malas lenguas que él hizo con algún trabajo de su pupila), sino que la relación del artista con Rose Beuret le sirvió de inspiración para moldear la desesperación de una mujer que suplica a su amante que no la abandone, pese a que él ya ha asumido que debe partir con su esposa. Esta dura realidad acabó con la salud mental de Camille Claudel, quien pasó los últimos 30 años de su vida recluida en un hospital psiquiátrico, a pesar de su recuperación. Para Lucía Montojo, autora de 'Mujeres en la sombra', lo que está claro es que «si Camille hubiera nacido hombre, otro hubiera sido su reconocimiento».
Alma Reville podría haber escrito y protagonizado la historia de su vida y posiblemente muchas personas pensarían que era obra de su marido, el gran Alfred Hitchcock. La pareja escribía de forma conjunta desde El ring, en 1927, a Pánico en la escena, en 1950. El nombre de Reville aparece en alguno de los primeros guiones, pero cuando Hollywood llamó a la puerta de Hitchcock, ella dejó de firmarlos de forma paulatina. Sin embargo, su hija, Patricia Hitchcock —autora de 'Alma Hitchcock: la mujer tras el hombre'—, recuerda que ella «todavía estaba ocasionalmente presente en el set». «Pero era en casa por la noche cuando mis padres discutían sobre la película que estaban rodando», rememora.
Asturianas que sentaron precedentes
La científica asturiana Margarita Salas bien merece el calificativo de «pionera». Nacida en Canero, Asturias, en 1938, fue investigadora del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), descubrió el ADN polimerasa del virus bacteriófago phi29, que permite amplificar el ADN de manera sencilla, rápida y fiable, una de las patentes más rentables del CSIC.
Margarita Salas, que falleció el pasado 7 de noviembre, ha sido «una de las mayores científicas españolas del siglo XX» según el CSIC, centro que le brindará homenaje en noviembre y cuya directora —la también asturiana Rosa Menéndez— no dudó en apoyar la futura Fundación Margarita Salas, que promoverá la vocación y la excelencia científicas. Muchos son los reconocimientos que la asturiana logró a lo largo de su carrera y ella siempre utilizó esa visibilidad pública para promover la investigación y fomentar la participación de las mujeres en la ciencia.
Pero la historia asturiana cuenta con muchos más referentes femeninos, como la nadadora Esther Sastre, que en el año 1930 emprendió a nado los 2,5 kilómetros de la travesía El Musel-Gijón. Esther no venció la carrera —aunque su particular condición ensombreció la victoria de Gumersindo Ruiz, el campeón—, pero que una mujer participase en una competición deportiva de tal calibre y que además la finalizase fue una gran victoria, sobre todo si se tiene en cuenta que en 1930 las españolas aún no podían votar.
Matutina Rodríguez (Cangas del Narcea, 1901 – Oviedo, 1964) fue una de las primeras mujeres en licenciarse en Medicina y Cirugía con numerosos premios y matrículas de honor en la Universidad Central (Madrid) y se especializó en Pediatría. En la década de los 30, Matutina instaló una consulta infantil en Oviedo, junto a María Teresa Junquera. Esta mierense nacida en 1890 estudió Enfermería en Francia, aunque su verdadera vocación era la Medicina, una profesión que sus abuelos no veían apropiada para una mujer de la época. Sin embargo, consiguió matricularse en 1921, cuando ya habían fallecido, y se licenció en 1926. Años después de abrir la consulta junto a Matutina, en plena Guerra Civil, aceptó dirigir el Orfanato de El Prado, en Madrid, pero debido a los peligros de la época, decidió trasladar a los niños a París para seguir cuidando de ellos. Sin embargo, fueron desalojados tras caer el gobierno republicano de España. Más tarde, cuando los nazis llegaron a Francia, Junquera pasó unos días en un campo de concentración de San Sebastián, aunque logró salir de allí. En 1952 abandonó el contacto profesional con la enfermería y la medicina, dedicándose totalmente a su familia.
No fue hasta 1935 cuando Asturias contó con la primera mujer que ejerció la abogacía. Alicia Salcedo (1903), colegiada número 287 del Colegio de Abogados de Oviedo, ejerció en el Principado durante algo más de 20 años y en la década de los 60 fundó el colegio español de enseñanza media mixto Diego de Losada en Caracas, Venezuela. En 2016 —13 años después de su muerte— el Colegio de Abogados de Asturias decidió homenajear a esta pionera poniéndole su nombre a su Premio anual de Igualdad.
Quizás si Alma Reville hubiese nacido en una época en la que ser mujer no jugase en su contra a la hora de desarrollar una carrera profesional de forma autónoma habría hecho una película sobre Freya Stark (1893-1993), una exploradora y escritora británica que supo exprimir al máximo sus cien años de vida. Testigo de ello son los 24 libros que escribió sobre sus viajes y aventuras. La pasión de Freya —que hablaba nueve idiomas— por Oriente Medio la llevó a convertirse en la primera europea que recorrió el Valle de los Asesinos, entre otros muchos hitos. Por si fuera poco, en la Primera Guerra Mundial fue enfermera voluntaria; años más tarde no dudó en trabajar como espía para Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial y fue una pieza clave para frenar la deriva que inclinaba a Oriente Medio hacia el Eje. Freya no dejó de viajar y sus 81 años logró subir el Himalaya a los lomos de una mula.
Pese a todos sus logros, Freya era consciente de que su sexo jugaba en su contra y llegó a afirmar que «la única ventaja de ser mujer es que se puede fingir ser una estúpida sin que nadie se sorprenda». Un claro ejemplo de ello es que ella no pudo votar hasta los 30 años, pese a que los hombres podían hacerlo a partir de los 21; sin embargo, eso ya suponía todo un hito, ya que el sufragio femenino llegó a Reino Unido en 1918 —de la mano de mujeres como Emmeline Pankhurst—, 13 años antes que en España.
Fue el 1 de octubre de 1931 cuando la madrileña Clara Campoamor (1888 - 1972) puso «la cabeza y el corazón en el platillo de la balanza —como ella misma pronunció ante las Cortes— para que se inclinara en favor del voto de la mujer». La diputada del Partido Radical durante la Segunda República logró que el derecho al voto se hiciera extensivo a las mujeres y no dudó en enfrentarse a la propia izquierda y a sus congéneres para conseguirlo. «¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar?», espetó desde la tribuna del Parlamento el día de la votación. Campoamor, además, luchó a ultranza a favor de la no discriminación por cuestión de sexo y la igualdad jurídica entre hijos e hijas habidos dentro y fuera del matrimonio.
Premios arrebatados
El capítulo de los Premios Nobel es extenso a la par que sangrante. Ni siquiera llegan al seis por ciento —un total de 53— los galardones concedidos a mujeres desde que comenzaron a entregarse en el año 1901. La primera mujer en conseguirlo fue Marie Curie, que recibió el Nobel de Física en 1903 gracias a sus investigaciones conjuntas con su esposo, Henri Becquerel, sobre los fenómenos de la radiación. Ocho años más tarde, Curie lograría el Nobel de Química —esta vez en solitario— tras descubrir dos nuevos elementos: el polonio y el radio.
Sin embargo, muchas mujeres sobresalientes no han logrado este reconocimiento y no precisamente por su falta de méritos.
Lise Meitner (1878 - 1968) fue una química brillante, «la Marie Curie de la época», según Albert Einstein, que consiguió importantes logros pese a tratarse de una mujer judía investigando durante la Alemania nazi. Lise fue la responsable de la fisión nuclear, un hito por el que solo se reconoció a su compañero Otto Hahn, quien recibió el Nobel de Física en 1944 y que tiempo más tarde negaría la contribución de Meitner en este importante hallazgo. Hahn llegó a afirmar incluso que su compañera entorpecía sus investigaciones. Sin embargo, se considera a Meitner como la madre judía de la bomba atómica, aunque fue la única científica que no quiso colaborar en el proyecto Manhattan —que produjo las primeras armas nucleares durante la Segunda Guerra Mundial—. Pese a que Meitner recibió importantes reconocimientos en su época, a día de hoy apenas ha trascendido su nombre.
Rosalind Franklin (1920 – 1957) fue una de las cuatro científicas que descubrió la estructura de ADN, junto con James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins. Estos tres últimos investigadores recibieron el Nobel de Fisiología y Medicina en 1962 por su artículo en el que explicaban su propuesta de estructura para el ADN, un trabajo elaborado gracias, en gran parte, a los «resultados experimentales no publicados e ideas» de Franklin, como reconocieron en el texto. Ella es la autora de la Fotografía 51, una imagen del ADN obtenida mediante difracción de rayos X en 1952 y que fue una evidencia fundamental para identificar su estructura.
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Pionera de la biología molecular y cuyos hallazgos han ayudado a la comprensión del ADN, el reconocimiento de Esther Lederberg (1922 – 2006) se ha visto opacado por su esposo, el científico Joshua Lederberg, premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1958 por sus descubrimientos relacionados con la organización del material genético de las bacterias. Sin embargo, Joshua contó en la conferencia que pronunció como receptor del premio que «en sus estudios de genética había gozado de la colaboración de muchos colegas, sobre todo de la de su esposa», apunta la escritora científica y editora Mercè Piqueras. Pero hay quien va más allá, como la periodista científica Caroline Richmond, al asegurar que Esther realizó el trabajo «pionero en genética bacteriana», aunque el reconocimiento lo recibió su esposo. «Hoy en día cualquier científico conoce el apellido Lederberg. Lo que no tantos conocen es que si rasgamos el velo del apellido, encontramos a dos personas con un potencial enorme, aunque el machismo imperante en el mundo de la ciencia ha hecho que el nombre del investigador masculino llegue hasta nosotros», sostiene la escritora Lucía Montojo en su libro 'Mujeres en la sombra'.
El relato único
Que tradicionalmente la historia se haya contado en masculino tiene graves consecuencias: muchas mujeres han sido invisibilizadas, les han arrebatado méritos por los que han luchado toda su vida; pero, además, no hablar de los logros de Rosalind Franklin o de Camille Claudel, por ejemplo, es privar de referentes femeninos a las jóvenes que tienen un futuro por delante.
El problema de contar la historia en un solo género es que se crea un único relato, como explica María Garcés en el epílogo de 'El peligro de la historia única'. «La Historia de la Filosofía (…) estableció un corte entre quienes cuentan historias y quienes piensan. Por un lado, quedó el mundo de los poetas, de los rapsodas, de los mitos, pero también de las mujeres con sus cotilleos y los niños con sus cuentos».
En este sentido, el mayor estudio sobre la presencia femenina en los libros de texto —'El conocimiento amputado', de Ana López-Navajas— revela que tan solo el 7,5 por ciento de los personajes que aparecen en los manuales de la ESO eran mujeres. La cuestión es que, como explica el Instituto de la Mujer, los libros de texto transmiten «una determinada perspectiva de la realidad y las relaciones entre los seres humanos, particularmente aquellas que se establecen entre mujeres y hombres. A través de ellos se filtran no solo conocimientos académicos, sino también valores, actitudes o normas sociales».
El propio Instituto de la Mujer, dependiente del Ministerio de Igualdad, ha reconocido en 2020 que si no se ponen en marcha «medidas urgentes para garantizar en este proceso un papel protagonista de las mujeres, en igualdad con los hombres, la desigualdad se perpetuará y las consecuencias llegarán a todos los ámbitos de nuestra vida».