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Sentido común en la gestión de las obras públicas

Desde que la burocracia y la política se hanimpuesto a la gestión, las obras se paran,con el daño consiguiente para todos

Ignacio García-Arango

Martes, 10 de mayo 2016, 17:37

La epidemia de abandonos de obras y la oleada de muertes de empresas que vivimos me traen a la mente estos versos: «Oigo, patria, tu aflicción, / y escucho el triste concierto, / que forman, tocando a muerto, / las víctimas de la falta de gestión». La víctimas somos todos, humanos y tierras, los que sufrimos la esterilidad de la inversión pública. La gestión es la del Estado e implica a los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Desde hace un tiempo, los contratos de las administraciones se adjudican, dada la precaria situación económica y los continuados años de escasa licitación pública, con precios cada vez más bajos e irreales. En consecuencia, cada día se paralizan más obras y se produce más ruina. La causa es que no se legisla para que los contratos cumplan su fin, sino para mayor gloria de la burocracia y de la imagen de los políticos. Ello es fruto de otra irracionalidad estratégica: reducir la inversión pública en vez de eliminar el despilfarro y la mala organización administrativa. Ese desastre no es normal, ni pasa en la empresa, ni en otros países.

La empresa busca lo mejor, que no coincide con lo más barato, y sobre esa base desarrolla todo el proceso. En su plantilla tiene a los mejores profesionales, no a amigos. Si aborda una obra, emplea tiempo y dinero para tener lo más económico, no lo aparentemente más barato, pues no pretenden engañar a nadie. Obviamente, siempre actúa con control económico y de acuerdo a derecho. En resumen, actúa en el libre mercado de la manera más eficaz.

Los Estados, por defender el interés público, deben acentuar las precauciones. Además, han de velar por la transparencia, la libertad, la igualdad en el mercado y la vida sana de las empresas, que son de sus ciudadanos. Muchos países lo han entendido así y tienen un sistema competitivo, transparente y ágil. Por ello, hacen buenos proyectos y los construyen bien, lo que exige profesionales capacitados; nunca contratan la obra sin valorar adecuadamente las ofertas recibidas, lo que significa adjudicar a lo mejor, no a lo irrealizable; durante la construcción, se aplica un sistema riguroso técnica, jurídica y contablemente que, a la vez, resuelve con agilidad los avatares que en toda obra se producen.

En España no se hace así, sino que se confunde la legalidad con el formalismo, por lo que se valora más el precio teórico de una oferta insensata que el buen fin de la obra. Ello es consecuencia tanto de la legislación como de la gestión, del tratamiento de los conflictos, de su judicialización y de la política general de personal seguida tanto por la Administración como por la Justicia. La ley de contratos vigente es cualitativamente igual a la de 1965, cuando la realidad era otra, pues sus actualizaciones fueron fruto del formalismo, no del conocimiento de la obra pública. Cada cambio la embarulló más. Y más aún las medidas introducidas para dar la imagen de que se lucha contra la corrupción. Matizo: ese vital problema exige soluciones radicales, pero éstas no pasan por dar imagen y aumentar la burocracia, sino por legislar y luchar a muerte contra las raíces de ella. Todo es cada vez menos eficaz. Nadie se acuerda de que hay que hacer obras con medios y a la velocidad del siglo XXI, lo que es compatible con la ley y el orden económico, pero no con la burocracia de manguitos.

Por otra parte, la politización de la Administración lleva a lo alto a personas que deben su puesto solo a la confianza política, no a la experiencia en la gestión. De un modo cualitativamente distinto, en el Poder Judicial sucede algo parecido: a la cumbre de la carrera se llega igual que en la Administración. No voy a detallar un proceso conocido, pero en las adjudicaciones pesan más los trámites y el precio más bajo que la bondad global de la oferta. Por ello, los que conocen la obra cuentan poco en la decisión. Durante la obra, la tramitación de cualquier mínimo cambio bien lleva años, bien no se resuelve y se rescinde el contrato, con daño para los ciudadanos y quiebras para las empresas. El amplio margen de interpretación que admite la ley de contratos permitió, durante años, resolver problemas con el soporte de una organización sólida y profesionalizada, así como de una inspección seria. Al darse ahora prioridad a la burocracia, a la inexperiencia y a la politización, las personas que hacen las obras no tienen confianza en la lealtad del gestor, ni respeto técnico hacia él; por ello cumplen las órdenes y obedecen, pero no toman iniciativas, ni innovan. Esto puede incluso ser la raíz de un castigo.

Por otra parte, como esos márgenes de interpretación siempre son opinables, ésta puede estar sujeta a controversia. Si hay una estabilidad razonable, se pueden defender opiniones razonables y resolver los problemas sin riesgo personal. Si entra la demagogia y se hacen interpretaciones extremas, los técnicos no se salen de la letra. Además, la lacra de la corrupción, unida al carácter demagógico de parte de la prensa española, ha dado lugar a que cualquier cosa que se salga de la letra de la ley pueda ser interpretada como un delito hinchado en unos medios que actúan en función de sus intereses.

Todo ello convierte a las obras en armas políticas arrojadizas y pone a los jueces en una difícil situación, pues esa presión llega también a ellos. La mayor parte tratan los asuntos, como siempre, con rigor. Otros convierten los casos que les llegan en espectáculos, tras manejar las filtraciones, extremar las interpretaciones y forzar los procedimientos. En el primer caso, los procesos no son mediáticos; en el segundo, sí, pero producen un daño al investigado inocente que, aunque sea exonerado, siempre cumple la pena de juzgado. En ese contexto, cualquier gestor técnico razonable de la Administración aplica un margen de interpretación cero. Y los dirigentes políticos ni saben, ni tienen valor para resolver. La consecuencia es que, desde hace unos años acá, desde que la burocracia y la política se han impuesto a la gestión, las obras se paran, con el daño consiguiente para todos.

Para terminar de describir este diabólico proceso, hay que mencionar a las personas. El Estado no tiene -ni en la Administración, ni en la Judicatura- a los mejores profesionales, pues ni paga, ni considera, ni propone un futuro, ni da medios a sus empleados fijos, algo siempre mal visto por los políticos. Eso es muy peligroso y dañino para España, ya que las personas que forman parte del sistema judicial y de la Administración deberían ser muy valiosas, muy preparadas y con gran sentido de la vida.

No sería difícil tener un sistema razonable. Bastaría con tener una legislación enfocada a resolver los problemas derivados de las obras de hoy y no de las de hace cien años; adjudicar las obras a las mejores ofertas y no a las aparentemente más baratas; gestionar las obras razonablemente, con un sistema ágil y justo para la solución de los conflictos; despolitizar tanto a la Administración como a la Justicia, y fichar, para ambos ámbitos, a los mejores profesionales. Ello implica remunerarlos adecuadamente y tratarlos con respeto.

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