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Cuando un sueño se hace realidad

Cuando un sueño se hace realidad

Quini fue el gran ídolo de cuatro generaciones. Porque si grande fue en los terrenos de juego, su lucha ante las adversidades y su generosidad lo convirtieron en gigante

Carlos Prieto

Gijón

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Jueves, 1 de marzo 2018, 12:05

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Esta es la historia de un niño que creció mientras Quini rompía las redes de las porterías con sus goles. De aquel Sporting imbatible de finales de los años 70, que acabó con la hegemonía del Madrid y del Barcelona y soñó con ganar la Liga. En la memoria de los sportinguistas permanece aquel partido de abril de 1979 cuando un cabezazo de Santillana en la portería de Ezcurdia acabó con todas nuestras esperanzas. Aquel campo abarrotado, aquellas ilusiones rotas. Entonces, ir los domingos por la tarde a El Molinón era para mí el premio a una semana de buen comportamiento, de aprobados en el colegio. Y eso que a la ilusión que suponía para mí ir al estadio se contraponía el miedo que sentía a perderme en sus pasillos tumultuosos, entre aquel bosque de abrigos que apenas me dejaban ver la luz. Recuerdo cómo apretaba la mano de mi padre en medio de la marabunta. Un domingo, en el descanso de uno de aquellos partidos, nos cruzamos en un pasillo con Herrero II, que por aquel entonces era alumno de mi padre en la Facultad de Derecho. El fino extremo se paró con nosotros unos momentos. «Don Carlos, no se preocupe, que vamos a ganar», le dijo para despedirse, después de hablar de sus estudios. Me sonó a gloria. Herrerín iba con Quini, que no dejaba de mirar de un lado para otro, incómodo ante las miradas de los aficionados. No habló con nosotros, ni siquiera se percató de la presencia de aquel niño que no podía ni pestañear, y se escabulló en cuanto pudo. Fue la primera vez que estuve cerca de mi ídolo. Pocos años después volví a reencontrarme con él en la antigua Galerías Preciados, en la calle Uría de Oviedo, donde firmaba ejemplares de 'Compañero Quini', el sensacional libro sobre su vida que escribió el entonces capitán del Sporting José Manuel Fernández. Acudí con mis abuelos y tuvimos que hacer una cola inmensa. Salía del centro comercial y subía por la calle Gil de Jaz. Y yo que pensaba que Quini jugaba fuera de casa y no iba a ser bien recibido. Ese día comprendí que su figura era patrimonio de todos los asturianos. Cuando al fin llegué ante él, Quini me miró y me preguntó: «¿Qué quieres que te ponga en el libro?». No pude articular palabra. No me salía nada. Estaba paralizado. Mi abuelo le explicó que en casa no hacía más que hablar de él todo el día y que la emoción me había dejado mudo. Me preguntó: «¿Eres del Sporting?». Asentí rápidamente. 'Para el gran sportinguista Carlos Prieto con todo nuestro afecto. Un fuerte abrazo' y las firmas de Quini y José Manuel. Ese libro fue el tesoro de mi infancia. Cuántas veces habré acariciado esa dedicatoria pensando que Quini había tocado aquella hoja, ahora amarillenta. Estudié el libro y lo sabía de memoria. Anteanoche, lo rescaté de la librería y volví a acariciarlo, como si pudiera sentir aún la huella de Quini.

También recuerdo la angustia que pasé cuando los socios compromisarios del Sporting tuvieron que elegir entre traspasar a Quini o Churruca para sufragar la construcción de la Escuela de Fútbol de Mareo. Aquello me parecía una herejía. Se acordó votar el traspaso del extremo al Athletic por 35 millones de pesetas y la marcha de Quini ni se llegó a debatir. Respiré aliviado aquella noche tras escuchar el resultado de la asamblea en Radio Gijón. Pero años después Quini decidió poner rumbo a Barcelona en busca de los títulos que no podía ganar en Gijón, lo que nos convirtió a todos desde entonces en un poco 'culés'. Me costó asumir su marcha y sus dos goles en la final de Copa los sentí como dos puñaladas. En estos momentos de dolor se me agolpan los recuerdos, como la angustia del secuestro y las lágrimas en casa tras conocer su liberación mientras veíamos por televisión la primera victoria de España en Wembley. Eran tiempos en los que en el Instituto Jovellanos me convertí en su paladín. Porque siempre consideré que sus éxitos, aunque con la camiseta azulgrana, también eran en parte nuestros.

Y mientras yo estudiaba la carrera Quini regresó a su Sporting cerrando un círculo mágico. Estaba algo mayor, había perdido rapidez, pero seguía siendo un artillero increíble. Todos rejuvenecimos con sus goles, hasta que una tarde de agosto se despidió en El Molinón. Aquel beso al césped al retirarse quedó grabado en mi memoria. Me parecía imposible que la temporada fuera a comenzar sin él. Me costó mucho aceptar su retirada, que alguien 'usurpase' la camiseta rojiblanca con el número 9 a la espalda.

Tardé unos años en volver a verle. Entonces, yo ya trabajaba en EL COMERCIO y Quini, en el Sporting. El reencuentro se produjo durante un entrenamiento. 'El Brujo' pasó por detrás de mí, me picó en un hombro y se escondió. Lo hizo varias veces. Aquel día me convertí en objetivo de sus típicas bromas. Me sentí halagado. No había mejor bienvenida. Siempre acudí a Mareo con ganas de hablar con él, de mostrarle mis sentimientos, pero les confieso que nunca me atrevía, hasta que un día tuve la ocasión de hacerle una entrevista para un vídeo que hicimos en el periódico sobre los derbis. Nos sentamos frente a frente en una de las bandas de El Molinón y el encuentro resultó entrañable. Aquel hombre al que idolatraba desde niño se mostró tan cariñoso, tan cercano, que me atreví a romper las barreras. «Sabes Quini, le dije, yo sé todo sobre tu vida. Pregúntame lo que quieras». Y comenzamos una especie de concurso en el que él me iba haciendo preguntas y yo le respondía sin vacilar. «Pregúntame algo más difícil» le decía. Le dejé sin habla, riéndose a carcajadas. «Alejo, que este sabe más de mí que yo», le dijo al legendario mayordomo de El Molinón. Estuvimos hablando un par de horas y al acabar se puso de pie y me dijo: «Dame un abrazo, gallu». Y allí estaba yo, con Quini, en El Molinón, haciendo mi sueño realidad. Me vi convertido en Ferrero, Churruca, Megido o Joaquín festejando con él uno de esos goles que tantas veces tuve la suerte de cantar. Desde ese día se forjó entre ambos una sólida amistad que se basó en la fidelidad y en el respeto que nos guardábamos. Él, como empleado del Sporting y yo, como jefe de Deportes de EL COMERCIO. Cada vez que había una Eurocopa o un Mundial le convencía para que nos escribiera artículos en el periódico. Siempre le arrastraba hasta la Redacción para que le hicieran una foto y solo le pedía una cosa, que se sentara en mi sitio. Una vez, mientras escribía con mi teclado le dije que para mí era mágico que estuviera sentado en mi mesa. «Calla, calla, qué cosas tienes tú siempre», me dijo. «Carlinos, estoy de vacaciones, me van a matar en casa, no sé si podré escribirte todos los días». Pero no fallaba nunca, como ante las porterías rivales. Siempre traté de protegerle, de cuidarle en la distancia. Llegaron tiempos duros, muy duros. Una larga travesía de diez años en Segunda División que hicieron zozobrar al club, sumido en un mar de deudas, de impagos; la venta de Mareo, el proceso concursal... Quini lo pasó muy mal. Y luego llegó el maldito cáncer. Unos días antes de que se marchase a Barcelona a operarse nos encontramos en Mareo. No nos paramos. No queríamos. Me guiñó un ojo. Fue bastante. Nos dijimos muchas cosas con aquella mirada. Solo le dije «buena suerte, Brujo». Ninguno de los dos queríamos hablar de su enfermedad. A su vuelta, agotado, pero victorioso, coincidimos en Las Delicias. Nos abrazamos y nos pusimos a llorar. No pudimos hablar. Nos mirábamos y las lágrimas invadieron nuestros ojos. Se quebró mi voz. Él apenas podía pronunciar palabra. «Sabes lo que te quiero», le dije. «¡Qué mal me lo has hecho pasar!», le reproché. Él torció la cabeza y se señaló su maltrecha garganta. Nos despedimos sin hablar tras decirnos mil cosas.

Con la llegada de Manuel Preciado al banquillo el Sporting resurgió y Quini recuperó la alegría. Su figura volvió a emerger y se erigió de nuevo en el gran referente de la entidad. Coincidí con él muchas veces. Me encantaba escucharle, conocer sus opiniones sobre el Sporting, sobre el fútbol español, sobre sus experiencias. Me admiraba su capacidad de relación, cómo era admirado por todo el mundo. Era emocionante estar con él y que de repente llegara un niño a pedirle un autógrafo. Era único. Un fenómeno. Siempre dispuesto a regalar un poco de su tiempo para los demás. El pasado julio, tras fallecer mi padre, Quini acudió al tanatorio para acompañarme. Emocionado, le volví a contar mil batallitas y él volvió a deslumbrarme con su cariño. Le agradecí infinito su presencia aquella mañana de verano en sus vacaciones. «Cómo no voy a estar a tu lado en estos momentos. Siempre estaré contigo cuando me necesites». Ese día me mentiste por primera vez, 'Brujo'. Porque hoy te necesito y ya no estás. Maldito corazón, que tan grande fue que reventó de amor. Solo me queda mirar al cielo y decirte: «Gracias».

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