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Emilio Garciablanco en el despacho de su casa. :: PAÑEDA
EL PERFIL | EMILIO GARCIABLANCO DEL VAL

El espíritu de los sesenta

El empresario y hostelero es el superviviente de la marca creadora de El Parque del Piles

EVA MONTES

Domingo, 12 de febrero 2012, 11:27

Primero le trajeron y luego se quedó. Cada verano de su infancia entraba en pantalón corto y juguetes en mano por la puerta de aquella vivienda del número ocho de la calle de Ezcurdia, revoloteando con sus cinco hermanos mayores. Todos los años, sin faltar uno, su padre utilizaba las vacaciones en su agencia de transportes para traer a su numerosa familia a respirar el aire marino de la playa de San Lorenzo. Hasta que la guerra lo cambió todo. La conducción por las maltrechas carreteras nacionales se convirtió en una aventura y la adquisición de suministros, sin gasolina ni cubiertas para las ruedas, en una perpetua incertidumbre.

Así que llegó el momento de cambiar de derroteros. El tiempo en que la familia García Blanco se instaló en Gijón. Toda. Los ocho miembros. Aunque no todos se quedarían para siempre aquí. Emilio, sí. Era un niño entonces, cuando su padre inició, probablemente sin saberlo, la construcción de la historia de un pedazo de Gijón, la que para siempre estaría vinculada a las muchas generaciones que vivieron, disfrutaron, descubrieron y se hicieron mayores con El Parque del Piles. Pero hubieron de pasar veinte años desde que aquella casa incendiada del extremo de la playa se convirtiera en el icono de las verbenas, los conciertos y las copas de Gijón. Veinte años en lo que todo se fue transformando. Y la casa, que se llamaba María Luisa, se convirtió en El Madrigal. Y aquella suerte de restaurante y merendero y bar de copas acabó siendo El Parque del Piles.

Pero hasta llegar a los enriquecedores años sesenta aquel niño de pantalón corto creció, como todos, sin hoja de ruta, sin pensar en qué sería de mayor. Y lo hizo de la mano de su otro yo. De su cómplice. De su amigo. De su hermano Mario. Con él recorrió todas las estaciones del camino, todas las carreteras, todos los tugurios y todos los esplendorosos escenarios en busca de quien fuera capaz de convocar a las más de 4.000 personas que daban vida a la sala de fiestas. Eran dos en una sola voz. Siempre juntos.

Primero fueron los madrigales y después los hermanos García Blanco. O los García-Blanco. O los Garciablanco. Daba igual. Todo el mundo sabía que bajo esa marca iban Mario y Emilio. Los de los anchos pectorales construidos a base de horas y horas de remo, de aquellas juveniles jornadas de entrenamiento que les proporcionaron cinco campeonatos de España de piragüismo. Los de la sonrisa puesta. Los enamoradizos. Los deportistas. Los vividores. Los chicos a quienes cada amanecer les sorprendía despiertos y los mismos a los que nunca resultó fácil ver borrachos.

Siempre fueron dos y dos construyeron el primer imperio hostelero gijonés. Restaurantes como La Boroña. Confiterías como Biarritz. Pubs como Oasis. Cabarets como El Horóscopo. Salas de fiestas como Rocamar. Pubs-discotecas como Playboy o discotecas solas como Dragón. Todo un emporio que les hizo empresarialmente osados, en ocasiones demasiado, y que les llevó a vivir con intensidad el momento. Todos los momentos.

Desde hace veinte años solo es uno. Es Emilio. El que añora cada día a Mario. El que todavía habla en plural. El menos mediático de los dos. El que continúa disfrutando de la noche. El que sigue sin beber. A quien aún le gusta, cada día, vigilar al último de sus hijos empresariales vivos. El que conserva el espíritu burlón de su hermano. El que mantiene su coquetería juvenil y el que atesora, a pesar de los años, ese sentido lúdico de la vida.

Y, sin embargo, no es la de empresario hostelero la que él hubiera querido tener. Porque lo que de verdad le apasiona es la arquitectura. Se ve constructor de sus propios conceptos. Tal vez por eso le remueve el corazón que la Asociación de Hostelería haya convocado un concurso de ideas para un local inspirado en su viejo Parque del Piles. Y quisiera haber podido participar él. Porque se levantará en la Ería. Donde él consumió su vida. Donde vivió sus sueños. Hacia donde aún hoy, cinco años después, mira cada día, nostálgico, imaginándose detrás de su apabullante ventanal. Aquel desde el que dibujó todos sus horizontes.

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