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M. R. Martínez
Oviedo
Viernes, 9 de mayo 2025, 06:21
Hay novelas que, por todo lo que contienen en sus páginas, son mucho más que novelas. 'El desván de las musas dormidas', que ayer presentó ... Fulgencio Argüelles en la biblioteca de El Fontán, es una de ellas. Su centro de gravedad puede estar entre un libro de memorias, una fábula fantástica y una suerte de letanía sobre los orígenes y la memoria. Decimos que el autor de la misma es 'el hijo escritor del seminarista de las 32 matrículas de honor' porque es una buena forma de describir la forma en la que conviven todos esos libros: no aparecen en sus más de 340 páginas ni los nombres propios de los personajes que las pueblan, que son seguramente cientos, ni los de los lugares por los que transcurre el devenir de la historia, fácilmente adivinables algunos de ellos por quienes vivimos por estas tierras y las hemos observado con la curiosidad de quien firma la novela.
Así, el niño tímido que es maestro de ceremonias de este espectáculo literario va describiendo a su familia, auténtico núcleo central de la historia, pero también descubriendo la vida y la muerte, la decepción, el amor y el fin de la infancia, a través del maestro gallego, el molinero lector, el niño culpable o incluso la mujer misteriosa y dulce que era viuda tres veces, el padre del oficinista de la mina del monte o el profesor del griego de Homero y del latín de Virgilio que era cura y no lo parecía, por citar solo algunos. Porque sí, sí se mencionan personajes y lugares accesorios, sobre todo libros, canciones, películas, personajes históricos y bíblicos...
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Y todo ello con ese halo de misterio que aporta el tamiz de los recuerdos a la hora de contar una historia. «Cuando miramos atrás vamos transformando nuestros recuerdos, se van difuminando, y se crea una nueva realidad. Es por eso que, al igual que sucede en la literatura, podríamos decir que existen dos realidades, aquello que sucedió y esa nueva realidad que habita en nosotros», explicaba Fulgencio Argüelles durante la presentación, donde firmó decenas de libros entre los asistentes que acudieron a escucharle. El autor de Cenera fue explicando cómo decidió no utilizar nombres porque así «nadie real podría ser identificado», pero también porque «de esa forma el lector recibe mayor información sobre el personaje que si me refiriese a ellos con solo un nombre». También cómo volvió, sin pretenderlo, a algunos lugares de sus novelas anteriores, y hasta aparecen personajes como los ingenieros belgas o el violinista, presente en varias de ellas. Y es que, aseguraba el colaborador de EL COMERCIO en la ovetense Biblioteca de El Fontán, «nunca tengo un plan definido ni un final cuando me pongo a escribir, son los personajes y la propia historia los que me van diciendo por dónde seguir». Es por eso que nunca imaginó que el final de esta novela tan personal, tan suya, acabase siendo tan «brutal». Como no podría ser de otra forma, la imaginación y los recuerdos del hijo escritor del seminarista de las 32 matrículas de honor volvieron a volar más allá de la tozuda realidad de los hechos.
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