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Acampada en el Botánico: «¿Nos podemos quedar a vivir aquí?»
La Aventura Nocturna del Jardín agota las plazas por octavo año. Toda una experiencia para pequeños y mayores
«¿Nos podemos quedar a vivir aquí?» Lo pregunta Candela, 5 años, absolutamente entusiasmada. No es para menos. Vivir 'aquí' supondría hacerlo entre árboles y animales, buscando huellas y rastros, contestando acertijos que te indiquen el camino correcto en medio del bosque. Vivir 'aquí' supondría seguir aprendiendo sobre corzos y comadrejas, jinetas y hurones, búhos y urrscas, garzas y pájaros carpineros. Significaría hacer una vez más una ruta nocturna entre árboles centenarios, a la luz de las linternas, apagándolas para observar el vuelo de los murciélagos. Supondría también mirar al cielo ya de madrugada y aprender, de la mano de la Sociedad Astronómica Asturiana Omega, sobre Júpiter, Marte y Saturno. Dormir en una pradera de postal y que el único despertador fueran los pájaros. Y que Amador Vázquez y Sergio Blanco, de Picatuero Naturaleza, te demuestren cuando aún no has abierto los ojos del todo que los zorros se han paseado por la noche cerca de tu tienda de campaña y que, aunque haya quien no se lo crea, hay una nutria en la zona, que vive allí desde hace unos diez años.
Vivir 'aquí', como pide esta pequeña, sería quedarse para siempre en la Aventura Nocturna del Jardín Botánico de Gijón, un programa que cumple ocho años de vida con un éxito tan grande y continudado como lógico. Es un auténtico planazo familiar. Reservas, con tiempo, eso sí, una tienda de campaña de dos (36 euros) o cuatro plazas (50 euros). Este año, la Aventura se celebra del 1 al 7 de julio. A quien le esté dando envidia tendrá que esperar: no queda ni una plaza libre desde hace días. Lo dicho, haces la reserva. Preparas esterillas, sacos de dormir, ropa de abrigo y linterna. Todo lo que consideres necesario para pasar la noche de acampada. Le pueden preguntar cualquier duda a Gabriel Carús. Tiene 13 años y, junto a su madre, Carmen Barredo, se lleva el premio el aventurero más fiel: no ha faltado a ninguna de las ocho ediciones. Este año se ha sumado a la experiencia la pequeña de la casa, Sandra, de 4 años. Están encantados. «Siempre me ha gustado llevarle a actividades diferentes», dice su madre. Y esta sin duda lo es. En el Botánico, a Gabriel le conocen por su nombre. Nada que añadir.
Sandra es esta vez una de las benjaminas del grupo, que no llega al medio centenar de personas (el límites son 50 personas por noche). Pero no han faltado en otras ocasiones los bebés. De pocas semanas incluso.
La experiencia empieza a las seis de la tarde. Te reciben a la puerta del Botánico y te acompañan hasta el otro extremo del jardín, donde la acampada está lista. Un rato para acomodarse y quedas en manos de Amador y Sergio, que empiezan con el taller de huellas y rastreo. Aunque cada año tratan de innovar y cambiar el programa, éste no puede fallar. No solo habrá oportunidad de escuchar un sinfin de datos y curiosidades sobre el Botánico, sino de aprender a rastrear para identificar animales, de saber que un tejón puede hacer kilómetros de túneles con sus habitaciones incluidas, que la uña de un tejón miede siete céntimetros, que un corzo visita el Botánico todos los veranos... El aprendizaje y la aventura continúan luego con la gymkana de rastreo en los bosques asturianos. Una pregunta en cada cruce de caminos. Acertijos en los árboles. Flechas y al final, la recomenpensa, una pequeña espicha en medio de la acampada.
Nada ha terminado aquí. Empieza, quizás, lo mejor para los pequeños. Llega el momento de la fauna nocturna, de las aves y mamíferos que habitan estas 19 hectáreas cuando los demás dormimos. Primero, charla y explicación. Después, linterna, chaqueta, y a buscar. En la primera noche de este año se han resistido los búhos. Demasiado ruido, pese a que los monitores logran que los pequeños permanezcan en silencio. Pero la ruta ha estado llena de murciélagos, luciérnagas, polillas, babosas, aprendizaje y diversión. La han seguido Sergio y Olaya, 5 y 7 años. Sus padres, Silvia y Carlos, han conseguido plaza después de tres años intentando participar. «Es genial», dicen. Tener que salir corriendo a última hora a comprar los sacos y las esterillas ha valido la pena.
Vuelta al campamento. ¡Y aún hay más! Llega el momento de mirar al cielo. Esta noche las nubes no permiten hacerlo a través de los telescopios de la Sociedad Omega, pero no faltan las ganas y las explaciones. Sobre la una de la madrugada se hace el silencio. O casi. Porque la lluvia y la naturaleza no duermen. Sobre las seis de la mañana las aves ejercen de despertador y el campamento se acaba de poner en pie a las ocho. El desayuno espera en la cafetería. Juan, de 8 años, ejerce de guía para el regreso, es su tercer año y conoce el camino. A las diez, despedida. La aventura acaba para el primer grupo y, en solo unas horas, empezará de nuevo.