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José Antonio García Santa Clara, fundador de Siloé, Hijo Adoptivo de Gijón. PALOMA UCHA

«Viví con presos y enfermos mentales, pero solo amenazó mi vida un portavoz vecinal»

José Antonio García Santa Clara, impulsor de la Fundación Siloé e Hijo Adoptivo: «Gijón no puede dejar de ser una ciudad acogedora. En lugar de poner puertas en los parques, hay que sentarse a hablar con los que menos tienen»

CHELO TUYA

GIJÓN.

Domingo, 24 de junio 2018, 01:54

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Tiene las medallas de plata del Principado y del Ayuntamiento de Gijón. Su creación, la Fundación Siloé, ha sido reconocida en muchas ocasiones por sus novedosos proyectos. De su mano nació la primera Casa del Sida del norte, que sigue abierta en Mareo, así como programas de integración de personas con discapacidad, sin recursos y de atención a menores. Ahora, es a él, a José Antonio García Santa Clara (Morcín, 1943), a quien Gijón rinde homenaje nombrándole Hijo Adoptivo.

-¿Cómo se siente?

-Muy sorprendido, es algo que ni busqué ni esperé. Muy agradecido.

-¿El título implica descuentos?

-(Risas). No lo miré todavía.

-¿Qué le debe Gijón a Santa?

-Yo hago la pregunta al revés ¿Qué debe Santa a la sociedad y, sobre todo, a Gijón, que me acogió cuando llegué de París, perdido, sin saber bien dónde iba a caer?

-¿Uno de Morcín en París?

-Sí, es que mi historia es de una movilidad impresionante.

-Pues empecemos por el inicio.

-Buff... Nací en 1943... Realmente, me precipité, me dice mi madre. Nací a los siete meses. Éramos dos. El otro, más grande y fuerte, pero solo sobreviví yo.

-Estaba predestinado.

-Algo tiene que haber. Siempre he sido muy espiritual, creo en Dios, en Jesucristo. El Evangelio me parece una lectura preciosa.

-¿En casa eran muy religiosos?

-No. De hecho, nunca me gustó ser cura. La vida me ha llevado sin que pudiera opinar. Soy cura y no quise serlo y trabajé con enfermos mentales, que me horrorizaba.

-¿Por qué?

-Es lo que tiene la ignorancia. Entré en San Juan de Dios, en Palencia, en un psiquiátrico y en Valladolid con discapacitados intelectuales. Me convertí en enfermero psiquiátrico. Entonces eran centros durísimos, pero me marcó para siempre la figura de San Juan de Dios, que se adelantó siglos a la organización de un hospital. Estuve hasta que me echaron del Sanatorio Marítimo.

-¿Qué armó?

-Nada. Eran otros tiempos, los del concilio. Yo era protestante, comunista, me 'invitaron' a irme a Mondragón. Dije que no y me quedé sin oficio ni beneficio hasta que encontré trabajo en La Cadellada. Allí me convencieron para entrar en el Seminario y estuve siete años. Fue la primera vez que se permitió a un seminarista vivir fuera. Por la mañana iba a clase y, por la tarde, a La Cadellada.

-¿Nada más?

-(Risas). Bueno, con el jesuita padre Pineda fundamos 'El teléfono de la esperanza', en Oviedo.

-¿Qué escuchaba?

-Llamaban muchas mujeres para contar sus problemas. Sobre todo, de malos tratos.

-¿Y qué les decía?

-Intentabas ayudar, pero era un momento difícil. No había ni divorcio. Un día, un hombre me dijo enfadado que cómo le iba a entender si soy cura y no sé nada del matrimonio.

«Olvidamos que emigramos»

-¿Y tras ordenarse?

-Me designaron a Avilés, pero antes de incorporarme, me pidieron ir a la plaza que el Arzobispado tenía en Saint Honore de l'Eau, en París.

-¿Y eso?

-Tenía una plaza para atender a los españoles emigrantes. Tardé dos días en llegar en autobús. Era 1969.

-¿Qué París encontró?

-La primera impresión fue mala. La parroquia está en el cogollito de París, en la plaza de Víctor Hugo, y a los españoles nos trataban mal. Nos despreciaban.

-¿Por vivir en una dictadura?

-Por todo. Para ellos éramos los de las castañuelas y los toros. Nos tenían como algo inferior.

-¿Aquellos emigrantes del 69, entienden a los inmigrantes de 2018?

-No. Hay una falta de memoria histórica. Los españoles olvidamos que emigramos. Aunque allí ellos vivían mal, porque solo trabajaban y trabajan para ahorrar dinero y volver a España. Yo les aconsejaba vivir la vida en lugar de pasar tanta penuria, porque muchos volvieron a España en coche fúnebre. O ni vinieron. Me daba mucha pena, porque eran personas fantásticas, aprendí tanto de ellos...

-Y conoció a Siloé.

-Sí, era una asociación fundada por un cura que estaba en Pigalle, el barrio de la prostitución. En el restaurante Siloé podían entrar prostitutas, homosexuales... les atendían educadores, era un punto de unión. Eso es lo que quise hacer aquí, un lugar de reunión, de acogida.

-¿Qué significa?

-En Jerusalén hay una pequeña piscina que se llama Siloé. Cuenta el Evangelio que un día estaba allí Jesús y un ciego le dijo, 'Jesús, quiero ver'. Su respuesta fue 'Vete a Siloé, lávate y verás'. Es decir, tiene un sentido total de autonomía, de dejar la dependencia, de buscarte tú el camino.

-Ese ha sido su mantra.

-Sí, hazlo por ti mismo. No hagamos asistencialismo, que es lo que se está volviendo a hacer ahora. Yo no estoy de acuerdo y es lo que intentamos hacer en Siloé.

-¿Costó fundarlo en Gijón?

-Gijón siempre fue una ciudad de acogida. Por eso me da pena que ahora estemos como hace casi 30 años, cuando los vecinos impidieron que se abriera la Casa del Sida en Jove o cuando nos echaron de Tremañes.

-¿Lo dice por las quejas de vecinos de El Coto contra Milsoles?

-No se pueden poner puertas a los parques. Hay que sentarse en ellos a hablar con los que menos tienen.

-Usted lo ha hecho mucho

-Sí. Tengo que decir que tanto en los psiquiátricos como en la cárcel de El Coto, donde fui capellán, vi mucha elegancia y honradez. Nunca tuve ningún problema entre presos y enfermos mentales, sin embargo, la única vez que amenazaron mi vida, lo hizo un portavoz vecinal, que me sacó la navaja.

-¿Dónde?

-Mejor no recordarlo. Prefiero insistir en que Gijón es una ciudad de acogida, a la que le debo todo.

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