Imperio de la desinformación
Hay medios (de cuyos fundamentos y sostenes nada sabemos) que sólo fabrican titulares sensacionalistas sobre noticias falsas. Hacen daño y deben ser sancionados
Ante las nuevas leyes o medidas anunciadas en diferentes ámbitos políticos para intentar frenar de alguna manera el imperio (o la peste) de los bulos ... y la desinformación, surgen las voces de quienes anuncian peligros y proponen reparos por considerar que con estas iniciativas puede verse afectada la libertad de expresión. Todos sabemos que el bulo es una noticia falsa creada con intenciones perversas, y todos conocemos la diferencia entre opinar y desinformar, es decir, la diferencia entre la expresión libre del pensamiento y la propagación de noticias manipuladas o falsas. Y sabemos que desinformar también es omitir informaciones relevantes u ofrecerlas de manera incompleta. La democracia se sostiene en un acceso libre y universal de los ciudadanos a la información veraz. Tanta obligación tienen las democracias de procurar la información veraz, como de protegerse y luchar contra bulos y desinformación. ¿Cómo? Pues con leyes que analicen, determinen y sancionen. No hay otra.
Los errores en el decir, pensar o actuar son consustanciales a nuestra existencia. Hay errores fecundos y errores aciagos. Muchos de los errores que cometemos vienen provocados por la información que nos llega, principalmente a través de las llamadas redes sociales, y que asumimos sin someter a ningún proceso de análisis o reflexión. Muchos errores se producen por asumir mensajes (perceptivos, informativos o educativos) contaminados. Los virus son capaces de entrar en los organismos porque éstos los reconocen como suyos. El sistema inmunológico registra lo que llega como propio y el caballo de Troya se instala trágicamente. Nuestro sistema inmunológico, obnubilado y entusiasmado por la novedad, llega incluso a proteger tumores contra los que debería batallar. Atendemos mejor a quien nos dice lo que queremos escuchar. Si nos llega una noticia que fortalece nuestra manera de pensar, es decir, que interesa a nuestra ideología, o responde a nuestros rencores o carencias, inmediatamente, la aceptamos y compartimos, aun sabiendo que pudiera ser falsa. Incluso algunos medios de comunicación 'serios' se hacen no pocas veces eco de bulos o desinformaciones sin una mínima comprobación. Y, una vez difundida la falsedad, calumnia o maledicencia, el mal queda hecho, y aquí paz y después gloria. Sin rectificaciones. Sin castigo.
Nunca hubo a nuestra disposición tanta información y, sin embargo, el mundo está afectado por la mayor crisis de información de la historia, por la proliferación de los medios perversos de difusión. La incapacidad a la hora de separar los ruidos, los virus, la información inútil o la intencionadamente dañina de la información veraz multiplica nuestros errores (individuales y colectivos) y provoca crisis. Resulta, pues, imprescindible para la salud democrática que el ciudadano sepa quién le informa, cuál es su sostén económico y a qué principios o intereses atiende. La democracia, a este respecto, necesita normas y sanciones para protegerse.
La responsabilidad de los medios de comunicación sigue siendo principal a la hora de señalar relevancias y ocultar determinados datos, así como en la presentación de opiniones como si fueran informaciones, en la exposición de propagandas como si fueran noticias y en la significación de simples ocurrencias como si se tratara de verdades incuestionables. Hay medios (de cuyos fundamentos y sostenes nada sabemos) que únicamente fabrican titulares sensacionales referidos a noticias falsas. Hacen daño y deben ser sancionados.
Cada vez se manifiesta más oscura la diferencia entre relevante e importante, entre significativo e insignificante. Se ha incrementado la corrupción informativa. Peligran los principios del buen periodismo, tanto referidos a la búsqueda de la verdad (con contrastes previos) como a la elección del contenido. Se escuchan estos días, en boca de 'políticos' y de 'periodistas', a propósito de la intención legislativa de regulación de la falsedad informativa, afirmaciones como estas: «El presidente intenta amordazar a la prensa libre»; «El Gobierno quiere controlar a la prensa»; «La izquierda quiere decidir qué es un bulo y qué no lo es»; «Esta ley es un ataque a la democracia» o «Esto es la prueba de que estamos en una dictadura». Son sólo algunos ejemplos. Las leyes son un asunto del Parlamento, no de una persona, y las aplican con independencia los jueces, no un partido. Y quienes extienden fango sobre iniciativas legislativas necesarias contribuyen al desprestigio de la democracia, y su deber como demócratas es entrar en la reflexión y proponer alternativas, en lugar de instalarse en negacionismos e insultos. Nada fortalece más una democracia que la lucha contra los bulos intencionados y la desinformación perversa, y es obligación de los parlamentos procurar la protección de la información veraz.
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